Ayer siempre ayer parece ser el tiempo utópico de los que alguna vez supieron calzar boina blanca. Gastar la lengua con una verba florida era una de las habilidades de esta gente, francamente en extinción si uno ve que parte de la manada está siendo liderada por lo más inútil de la prole del último bronce que tuvieron.
Hubo un tiempo que fue hermoso, sin embargo, para los hombres de nívea boina. Previamente, como en el amateurismo, cumplieron con las “leyes de la historia” y tuvieron su época pionera, heroica: con mártires y una importante colección de bustos que se solían exhibir en calle Alsina de la Ciudad de Buenos Aires. Pletóricos de discursos, combatientes de la guitarra, dispuestos a “morir” rojos de izquierda por las noches, las mañanas los encontraban con la dura resaca profesional de los escribanos, los abogados y los cagatintas del pragmatismo más crudo e insensible.
Así eran los boinas blancas en sus tiempos más luminosos. Aunque la historia posterior marcaría que su primera fase de extinción se hallaba cerca, a principios de los ‘40, los boinas blancas brillaban dentro y fuera de los fields (vale aclarar que por entonces todavía no era oficial el uso de pelotas con costura interior, con lo que un cabezazo podía acabar con el balero de un centre-forward o un full-back).
Fuera, con intelectuales brillantes y marginales al partido: un medio campo exquisito que ya lo hubiera querido la Selección, y que fue vital en la historia argentina para que la desnacionalización del petróleo sólo fuera posible recién en los ‘90 del siglo XX (a pesar de que el propio Perón y el traicionero Frondizi fueron proclives a concesiones demasiado generosas a las petroleras yanquis, inglesas y holandesas). Esta línea media formaba con Homero Manzi, Raúl Scalabrini Ortiz, Gabriel del Mazo, Horacio Dellepiane y Arturo Jauretche. Y además había una Cuarta, llena de pibes que prometían: Ricardo Balbín, Arturo Frondizi, Moisés Lebensohn y Crisólogo Larralde, entre muchos otros.
Dentro de la cancha, a principio de los ‘40, los boinas blancas hacían roncha, y las multitudes deliraban con muchos de ellos. Al punto de que los purretes buscaban agenciarse una boina de algún tío que no fuera cabezón o la improvisaban con pañuelos. Los boinas blancas futboleros entraban en todas las clasificaciones. Los había de perfil más bajo, como Manuel Sanguinetti, marcador central derecho de Independiente entre 1939 y 1944, campeón en 1939 y compañero de nenes como Antonio y Manuel Sastre, Arsenio Erico, Vicente Capote De La Mata o Zorrilla.
Y, por supuesto, había también héroes del pueblo como el uruguayo Severino Varela, quien, proveniente de Peñarol, llegó a Boca para jugar tres temporadas (1943-1945), y salió campeón y goleador en dos de ellas (1943 y 1944), en tiempos, nada menos, en los que River ya estaba calibrando su famosa Máquina.
Hoy son pocos los que recuerdan a los boinas blancas, dentro y fuera de la cancha. Las modas, en el caso de los jugadores, han cambiado, y Nike y Adidas tienen decenas de accesorios más tentadores para un joven deportista que un vulgar pedazo de trapo, que sí sería un vintage de elevadísimo precio en Palermo Soho (imagínense una boina de Severino Varela en exposición y venta en un local de Borges y El Salvador, ¡otra que Sotheby’s!).
Los otros boinas blancas se olvidaron del subsuelo de la patria y de su defensa irrenunciable. Y también de varios tomos de historia argentina más en los que, sin dudas, tuvieron otro protagonismo. Por supuesto, en ese entonces no jugaban en el equipo contrario al del pueblo.
Publicada en UN CAÑO#39 – Octubre 2011