El primer recuerdo que tengo de una cancha de fútbol es el estadio de Atlanta. Allí vi mi primer partido “en vivo” (las razones tenían que ver con que era socio del club bohemio y, además, porque quedaba cerca de mi casa). Era para mí una situación muy rara dado que, en ese entonces, era un sufrido hincha de River, claub al que nunca lo había visto salir campeón.
Ese acontecimiento fundacional en un estadio debe haber sido en 1971. Y vi como Atlanta perdía con San Lorenzo por 1-0.
Ese fue el punto de partida para un largo romance. Durante mucho tiempo, embelesado por el espectáculo que significaba comprobar el verdor del césped desde los soleados tablones que daban a la calle Warnes, concurrí muy seguido al estadio de la calle Humboldt.
Fueron años en que ví jugadores muy buenos y otros que mejor ni hablar. Me acuerdo del Loco Ortiz, un arquero uruguayo que imitaba en todo a Gatti, salvo que cuando atajaba era malísimo. Me acuerdo del Baby Cortés, que sacaba los laterales y los metía en medio del área. Me acuerdo de Pecoraro, que le pegaba a la pelota y a los rivales de la misma manera: con un fierro. Me acuerdo del Ruso Ribolzi, un mediocampista talentoso que después pasó a Boca y se convirtió en un serial killer. Me acuerdo de una delantera en la que jugaban Ferreira, Onnis, el temible Rubén Cano, Juan Antonio Gómez Voglino….y me acuerdo que él jugaba de puntero izquierdo o de “guin” izquierdo.
Era único, imparable, de gambeta corta o larga; los marcadores no podían frenarlo porque desbordaba o, a lo mejor, se decidía y sacaba un latigazo letal con destino de gol. Casi, casi, casi que tal vez con mis 11 ó 12 años a cuestas, ese jugador fino, determinante, subvalorado por el resto de los hinchas, se transformó en mi primer gran héroe del fútbol. Hoy leo con pesar que ese futbolista grandioso que fue Héctor Palito Candau falleció hoy a los 62 años.
Una verdadera pena.