Dicen los que saben que la pelea entre Oscar Bonavena y Muhammad Ali la inventó el propio Ringo. Que fueron su ego, su caradurez y su boca grande, incluso más grande que la de Clay, los que le permitieron tener esa chance. Bonavena entendió temprano que el boxeo, además de pegar y recibir, es un espectáculo.
Desde “canguro negro” hasta “maricón”, Bonavena le dijo de todo Ali hasta convencerlo de pelear. Muhammad buscaba recuperar el título que había perdido por la guerra y encontró en Ringo a un digno rival en el ring y a un igual frente a los micrófonos. Con su inglés de urgencia, Oscar le repetía: “Why you no go in army? You chicken?”, mientras aleteaba con los brazos. Ali, con un enojo infrecuente, respondía: “Nunca tuve tantas ganas de darle una paliza a alguien”.
Cuando le puso un apodo a su rival, como era su costumbre, Ali mostró que en realidad lo respetaba. “Será el matador contra el toro”, prometió. Él era el matador. En la previa al combate, alguien se acercó a Ringo para decirle que tenía que promocionarse, porque pocos lo conocían en Estados Unidos, y Oscar recordó esa frase. Alquiló un toro, vaya uno a saber cómo, y lo sacó a pasear por las calles de Manhattan.
La anécdota, poco conocida, la cuenta la película Soy Ringo y aunque su director de arte, Andrés Echeveste, recuerde en una entrevista que ocurrió antes de la pelea con Floyd Patterson lo más lógico es que haya sido en la previa al duelo con Alí. Después de ese combate, Bonavena se ganó un reconocimiento que no necesitaba de promociones escandalosas.
Antes de la pelea, pocos recordaban que Bonavena había comenzado su carrera en EEUU, en 1964, luego de que la Federación argentina lo suspendiera por morder a un rival en una tetilla en los Panamericanos de San Pablo. En diciembre de 1970, cuando iba a medirse con Ali, ya nadie se acordaba de él. En esos seis años solo había vuelvo a pelear en Nueva York dos veces, la última había sido la derrota ante Joe Frazier en 1966.
Para ser reconocido Bonavena sabía que tenía que llegar a los diarios. Y para eso sabía exactamente lo que tenía que hacer. Se vistió con unos jeans ajustados, una camisa floreada, una campera de cuero y un sombrero de vaquero. Tomó las riendas del toro y se fue a caminar por la 5ta Avenida como un cowboy. Paseó por la Avenida Madison, por la 7ma, y también visitó Times Square. Se sacó fotos con todos los que se le acercaban a saludarlo. Mientras, decía: “Yo soy argentino, como mucha carne, en mi país somos muy fuertes”, y gritaba: “Argentine beef, argentine beef”. Manejaba el humor y el doble sentido con la sutileza que no tenía para boxear.
Su recorrida incluyó un restaurant de carne argentina y todo tipo de locales comerciales donde invitaba a los que pasaban a ver la pelea en la que prometía terminar con la carrera de Ali. Incluso, entró con el toro en una sucursal de Citybank para pedir que le adelanten el pago de la bolsa porque iba a noquear a su rival en el sexto asalto.
Su histrionismo y su picardía eran tanto o más que su coraje y sus puños. Como esperaba, el toro y él estuvieron en las tapas de los matutinos. Cuando llegó la pelea, la expectativa que había generado Ringo sorprendió al propio Ali, que sentía que le estaban quitando protagonismo. Muhammad le dedicó un poema, “por pasarse de la raya”, y prometió tirarlo en el noveno round.
Al final, en el ring, ninguno tuvo razón. Se pegaron hasta el último asalto, el quince. Recién en los minutos finales, cuando Bonavena arriesgó todo para llevarse el premio, Ali tuvo su chance y la aprovechó. Lo tiró tres veces seguidas y ganó la pelea por KO técnico.
El matador había noqueado al toro. Pero Bonavena había mostrado que era más que palabras. Tras el combate, Ali admitió que Ringo era “el hombre más rudo” contra el que había peleado, que era “mejor boxeador de lo que pensaba” y que había recibido “más golpes en una sola pelea de los que había recibido en todas las anteriores”.
Para entonces, ya todo el mundo sabía que Bonavena era un toro y el boxeo un show.