Ricardo Centurión debe estar preguntándose para qué juega en la primera de Boca si no puede llevarse a la chica más linda del boliche después de pagarles una ronda de excesos a sus amigos ocasionales. La gente experimentada, con Tevez a la cabeza, le sopla en la oreja que sí puede (eso y mucho más), pero con carpa, sin ofrecer pasto a las fieras.
La figura de Tevez es justamente un buen ejemplo del proceso civilizador que impone el profesionalismo deportivo a los chicos de cuna salvaje. Oriundo de Fuerte Apache, el diez de Boca se mueve a sus anchas entre empresarios: con Daniel Angelici se lleva de maravillas (se diría que son pares, no patrón y empleador) y hasta toma la merienda con el presidente Mauricio Macri, el más conspicuo exponente del establishment y pionero del vaciamiento cultural del popular club vecino del Riachuelo.
Tevez sí aprendió. Pero creo que Centurión todavía debe estar rumiando su decepción. Si la fama lo obliga a ser discreto (invisible, como cuando era pobre), algo no funciona. Por qué no mostrar con orgullo la opulencia ganada con talento y esfuerzo, la onerosa y desbordante diversión de una estrella. Misterio.
Para casos como el de Centurión, cuyas fotos en calzones deambulan por las redes, y otros chicos ávidos de rock and roll, Boca ha generado espontáneamente una brigada, digamos, moralizadora. Se trata de la Doce. Los muchachos de la tribuna visitaron al plantel para advertirlos sobre los peligros de la dolce vita e instaron a los futbolistas a redoblar esfuerzos para conseguir títulos.
Hasta acá podría suponerse una clásica apretada. Esos espasmos con que las hinchadas exhiben su poder y su actitud de vigilancia. Pero las reacciones posteriores inducen a pensar en un procedimiento institucional. Olvidémonos de Angelici, protector de la barra, y su tímida mención de un sumario a efectuarse en tiempo y forma imprecisos. El Mellizo se resistió a abordar públicamente el tema invocando la especificidad de su rol. Es decir, el DT sólo habla de fútbol, las cuestiones políticas y los dispositivos internos de la organización Boca no son de su incumbencia. Convive con ellos amigablemente, al parecer.
El más gráfico y honesto resultó Darío Benedetto. El delantero no encontró motivos para ocultar la reunión con la hinchada y además convalidó el reto al plantel. “Tenemos que ser más responsables”, asumió frente a los micrófonos. Quizá no representa la opinión unánime del equipo, pero el silencio general permite inferir que nadie discute la autoridad de la máxima jerarquía de la hinchada (Rafa Di Zeo y Mauro Martín, quiénes si no) para custodiar la conducta de los futbolistas.
Si bien se mira, la Doce no hace más que defender el patrimonio del club. Un joven malogrado por el abuso de noche o la mala reputación implica un perjuicio deportivo y económico. En este sentido, aunque no haya encuestas disponibles, es lícito aventurar que el hincha de a pie (el que paga, no el que gana plata con Boca) se siente representado por la reciente gestión de la barra. Ni que hablar de los dirigentes, que vieron en la comitiva la manera de bajar línea y reproches sin poner el cuerpo ni cosechar antipatías. Acostumbrada al trabajo sucio, ahora la barra hace trabajos limpios, cuasi institucionales. Sin necesidad de fajar a nadie. El poder fáctico acumulado durante años en la tribuna y en bambalinas goza de consenso.