El apellido Escobar ha signado de modo trágico la historia de Colombia. Y anuda dos mundos que, en especial durante los años ochenta, funcionaron como un tándem: el fútbol y el narcotráfico.
Aun mucho antes de que la teleplatea argentina se solazara con “El Patrón del mal” y su jerga verraca (o berraca), ya sabíamos del mafioso y filántropo Pablo Escobar Gaviria, todopoderoso capo de Medellín al que le endosan cinco mil muertes.
Como sus pares de Cali –donde se aposentó el otro gran cartel de la cocaína– Escobar lavaba dinero en el fútbol, con el consentimiento de las autoridades deportivas. No sólo el Atlético Medellín de Pablo (campeón de la Libertadores en 1989), sino todo el fútbol colombiano dio un salto de calidad con ayuda de los narcodólares.
A comienzos de los noventa, Colombia asistió al surgimiento de su más gloriosa generación futbolera. Valderrama, Rincón, Asprilla, Valencia y otras firmas ilustres colocaron al seleccionado nacional (el que vapuleó 5-0 a la Argentina en el Monumental) en el centro de la escena. A punto tal que sonó como aspirante al título en el Mundial de 1994. Pelé, por caso, ofrendó su voto autorizado al exquisito equipo conducido por Pacho Maturana.
Y en ese equipo, al que el Patrón de Medellín invitó a jugar un picadito en la cárcel cinco estrellas bautizada La Catedral, revistaba el otro Escobar, el bueno, la víctima de esta historia, otra más de una etapa de violencia desquiciada y cotidiana.
Andrés Escobar, talentoso y leal defensor central del Atlético Nacional (sí, él también asistió a la cueva del Escobar malo a besar su mano enjoyada), era un personaje importante de aquel plantel, diría Duhalde, condenado al éxito.
Pero siempre hay que desconfiar de los vaticinios unánimes, al menos en materia deportiva. Los artistas que prefiguraron el tiki-tiki catalán, la bella manía de la posesión, se fueron rápido y discretamente del Mundial de los Estados Unidos. Rumania y el seleccionado local, sucesivamente, le escupieron la alfombra roja.
En el partido ante Estados Unidos (1-2), Andrés Escobar intentó un rechazo y la metió sin querer en el arco de Oscar Córdoba. Fue la frutilla agria de una excursión desgraciada y el argumento de una venganza absurda.
En la madrugada del 2 de julio de 1994, a sólo diez días del gol en contra, Escobar fue abordado en su auto, a la salida de una discoteca en los suburbios de Medellín, por un tal Humberto Muñoz Castro. Según testigos, el desconocido le echó en cara su desliz durante el Mundial y, al cabo de una breve discusión, lo mató a balazos.
Llorado por una afición que admiraba tanto su jerarquía futbolística como su nobleza, el defensor tuvo un funeral multitudinario, al que incluso fue el presidente de la nación, César Gaviria.
El caso policial derivó en la detención y condena de Muñoz Castro, quien era chofer y bodyguard de un par de peces gordos, los hermanos Pedro y Juan Santiago Gallón Henao, acusados de tejer fluidas relaciones con el narcotráfico y grupos represores ilegales.
Se sospecha que los Gallón fueron los autores intelectuales, por así decirlo, del asesinato, aunque no tuvieron condena. El matador, en cambio, recibió una pena de 43 años, pero quedó en libertad en 2005.
Conforme a la mitología que el mundo le atribuye a la imaginación caribeña (culpa de García Márquez), florecieron las versiones sobre la muerte del pobre Andrés. Si bien se habló hasta de un desquite pasional, la más firme hipótesis dice que lo acribilló la mafia de las apuestas, que se habría perjudicado con las derrotas colombianas.
Claro que la mafia de las apuestas es una subespecie de la mafia de la cocaína, un tumulto que ha impedido que el crimen, en veinte años, fuera debidamente esclarecido. Eso sí, la muerte de Andrés Escobar ilustra con total nitidez una época de enorme poder paraestatal, feudos criminales y gatillo fácil. Muy fácil.