Miren, se los voy a decir desde bien temprano así no sienten que los engaño: para mí, lo mejor que tiene el Mundial es la primera ronda. Ya sé, parece una estupidez, pero no lo puedo evitar: lo que más me gusta de toda la Copa del Mundo pasa en la fase de grupos. Es más: soy de esos que, a falta de cinco días para la ceremonia inaugural, se empieza a poner nervioso, se despeja la noche del partido, le avisa a su pareja que va a tener un mes muy ocupado y revisa a fondo el fixture.
De hecho: voy a ampliar la noción a riesgo de sonar como un ubérrimo papafrita: esa deliciosa serie interminable de partidos en continuado se ve muchísimo mejor por televisión. Y eso es lo que más me atrae. Lo incesante de esa información nueva que se materializa en forma de cancha. Más allá de que es el punto de partida en el que toda ilusión es válida porque está intacta. Hay equipos bastante raros, aparece siempre un jugador desconocido que la rompe –así, sin pensar demasiado, diría: Okocha-, se hacen cuentas para la clasificación, se piensa en estrategia, se especula con futuros rivales a los que rara vez se enfrenta, se usa casi todo el plantel… ¡se puede empatar!
Puedo asegurarles que eso no sucede cuando uno va a la cancha, en el país en el que se juega el torneo. Lo digo por experiencia, no por envidia. Estuve en dos Mundiales, y en los dos sentí que me perdía la mitad de lo que estaba pasando. ¿Por qué? Bueno, estrictamente porque me perdía la mitad de lo que estaba pasando. Porque tenía que entrar al estadio y salir del estadio y llegar a mi hotel, o a un bar o a donde fuera. Porque perdía horas viviendo. Qué error. ¿Quién quiere vivir cuando se está jugando el Mundial?
Y es cierto, uno puede ver al equipo de su patria. Puede ver todos sus partidos, enteritos, y disfrutarlos con el olor especial que da la presencia personal. Pero no es eso a lo que me refiero cuando digo primera ronda. No, más bien estoy hablando de todo lo contrario.
Porque, está bien, es muy lindo cuando juega Argentina y uno se junta con los tíos a comer un asado en su casa de Lanús, porque tienen la mesa grande y entramos todos más cómodos, pero seamos serios: no existe nada más hermoso que esos encuentros imposibles, que normalmente consumimos en soledad, dado que hay poquísimos locos que se dedicarían a mirarlos con interés genuino. Ese interés, por otra parte, sería el único requisito para convertirlos en acompañantes adecuados. Porque, ¿quién se puede emocionar con un Irán-Marruecos (que, por otra parte, juegan un viernes a las 12 del mediodía)? Bueno, yo. Nosotros. Los que preferimos madrugar un sábado comprando medialunas y preparándonos para hinchar por Australia contra Francia, a las 7 de la matina.
Y ése es otro costado de la historia. El que se planta frente a la tele tiene que tener un favorito en cada momento. Ni siquiera hablo de un preferido global, ese que uno dice haber descubierto antes de empezar el campeonato y se transforma en el estigma inmediato del afecto, al punto de que todas las personas del círculo cercano tienen en claro a quien mandarle el primer mensaje de texto cuando gana un partido.
No, me refiero más bien a una preferencia de ocasión, pero clara, con compromiso. Supongamos: quiero que Honduras le gane a Suiza, pero quiero que gane con todo mi corazón, casi que en este momento soy hondureño, estoy para debatir la Guerra del Fútbol y ponerme belicoso con uno de El Salvador. Y si perdemos, me amargo y puteo, y maldigo la fondue, a Federer y a la Cruz Roja por similitud simbólica con la bandera helvética.
Tiene que ser algo así. Ese amor. Si no, no sirve. Si no, la primera ronda es indisfrutable. No suma, se pierde. Es intrascendente, como lo sería la temporada regular de la NBA. Y si no me están entendiendo ahora, dejen de esforzarse, porque no me van a entender.
Está bien, es muy lindo cuando juega Argentina y uno se junta con los tíos a comer un asado en su casa de Lanús, porque tienen la mesa grande y entramos todos más cómodos, pero seamos serios: no existe nada más hermoso que esos encuentros imposibles, que normalmente consumimos en soledad, dado que hay poquísimos locos que se dedicarían a mirarlos con interés genuino.
Porque hay un costado un poco ermitaño del asunto, además de otro medianamente elitista. La realidad es que la fase de grupos nos permite medir el nivel de fidelidad real que tenemos por el fútbol, en una época en la que su masificación nos quita la identidad anualmente adquirida de futboleros.
No sucede lo mismo con ningún otro deporte, en ningún momento de la vida. Ni siquiera con el fútbol en la final de la Champions League, digamos. Pero en el Mundial sí: en el Mundial hablan todos de cualquier cosa, de Messi, de la Princesita Karina y de cómo no está Tevez, de si conviene Ansaldi, de qué flojo anda Higuaín y de cómo Pavón llega mejor que nadie. Y cuando digo todos, digo todos: Bonadeo, Kuffner, Rial, Ventura, Susana Giménez, el noticiero de Canal 9, la revista Para Ti, el mozo que nos trae el café, el peluquero de la vuelta, Radio Continental, el que viaja al lado en el subte y Ámbito Financiero. Una buena parte, para colmo, lo hace desde Brasil, como si estar en el lugar de los partidos les otorgara algún conocimiento repentino.
Entonces nosotros, los que nos pasamos 48 meses resolviendo dudas de compañeros lejanos acerca de las cuestiones más remotas del fútbol Mundial (ejemplo: ¿Cuál es la peor Selección del mundo? Turks y Caicos), nos escudamos en Croacia-Camerún, y en lo bueno que es el griego Mitroglou para sentirnos un poco menos apabullados y un poco más cerca de nuestro permanente objeto de conocimiento. Nos convertimos en microespecialistas. Alimentamos una nueva enciclopedia: la de este Mundial.
La información procesada dura poco. Tan poco, de hecho, que en octavos el 90 por ciento de los datos interesantes que aprendimos en esas semanitas de estudio exhaustivo -por caso, lo bueno que es el zurdito que juega por izquierda en Irán-, ya no nos sirven para nada -por caso, porque Irán quedó afuera con España y Portugal-.
Y entonces llegan los octavos.
Quiero que Honduras le gane a Suiza, pero quiero que gane con todo mi corazón, casi que en este momento soy hondureño, estoy para debatir la Guerra del Fútbol y ponerme belicoso con uno de El Salvador. Y si perdemos, me amargo y puteo, y maldigo la fondue, a Federer y a la Cruz Roja por similitud simbólica con la bandera helvética.
Si hay algo que me molesta, pero me molesta en serio, al punto de querer tirarle una pantufla al televisor, son esos periodistas que afirman sin vergüenza que el Mundial empieza en octavos de final. Obviemos por un segundo el hecho de que la frase en sí misma sea una estupidez de proporciones. Es decir, descartemos la literalidad: si empezara en octavos de final, la primera ronda no sería parte de la competencia. Obviemos también, que los micrófonos plegados a esa sentencia son los mismos que abanican a favor de la importancia de los inservibles amistosos que se juegan una semana antes para ultimar detalles de cara a esa misma primera ronda.
Obviemos todo eso y digamos: qué pobreza de espíritu, muchachos. Qué tristeza me generan desde esta locura particular. Ustedes quédense con lo que venga después.
En octavos, cuartos o semis aparecen los de casi siempre. Y si no son los de siempre, el que pasa es catalogado como “la sorpresa”, un equipo probablemente ultra expuesto de cuya formación y modo de juego, a esa altura, ya podríamos discutir en detalle incluso con nuestros tíos de Lanús, que harán una tremenda molleja pero de fútbol siempre supieron poquito.
Y nos queda la final. Bueno, la final. La miramos, claro. Es casi un evento social. Probablemente con nuestros tíos. Disfrutamos, claro. Aparece un campeón. Respiramos, claro, se acaba ese mes hermoso que nos hace un poquito más felices. Porque terminamos la novela que tanta ilusión nos había hecho en las primeras veinte páginas.
Pero lo mejor, lo mejor en serio, las líneas más destacadas, la adolescencia indescifrable del campeonato, la introducción preciosa que sentó la base de todo lo que vimos después, ya se había terminado un ratito antes.