Durante algunos años fui un periodista deportivo especializado en tenis. Era una ficción, por supuesto. Casi todos los títulos que nos imputa nuestra actividad suelen ser una fachada para recubrir de formalidad la duda humana. Imaginen si en lugar de un médico fuera apenas un hombre –un muchacho, acaso- o sólo una mujer quien los tuviera que abrir al medio para arreglarles el hígado o sacarles un pedazo de riñón.

Eso era yo: un muchacho, acaso, cuya única calificación para hablar sobre tenis, escribir sobre tenis y cobrar un sueldo gracias al tenis era que me gustaba un poco el tenis. Porque había visto a Federer y había jugado irremediablemente mal en las canchas de algún club de barrio, perdiendo siempre por poco contra los mejores y los peores de mis amigos. Disimulaba mis carencias como suele hacerse: con hiperinformación y verborragia. Estaba tan metido en el tema que parecía imposible que un dato me pareciera revelador, interesante, sorprendente o relevante.

nalbAsí que ahí andaba, digamos, a fines de 2006, con mi etiqueta a cuestas y fascinado por el mundo que me rodeaba lejos de casa: en la primera final de Copa Davis tras muchísimo tiempo para la Argentina, en Moscú. Nalbandian, Chela, Calleri, Acassuso, Safin, Davydenko. Perdimos, claro.

Calculo que lo peor de aquella época fue el desencanto con la profesión, y no con los tenistas. Alrededor de mi inexperiencia y mi candidez aparecían tipos curtidos que tenían tan poca idea como yo de la vida y del deporte, pero que hablaban con la seguridad apabullante del que tiene que ocupar espacio para disimular el vacío. Mientras yo pensaba de dónde sacar una idea original, gente obligada a llenar horas de radio y líneas de diario se despachaba con una parva de datos tan obvios como cotidianos.

El periodismo, al final, era eso: gente hablando de cosas que había leído sobre un tema a otra gente que no había tenido tiempo de leer.

Después llegó el Twitter y todos fuimos eso todo el tiempo. Ya no el periodismo o los periodistas, ni hablar de las especializaciones o las etiquetas. Nos transformamos en jueces ultraconcentrados y superparlanchines llenos de información inútil e instantánea. Los acontecimientos deportivos empezaron a pasar en un doble plano, sobre todo para los que estábamos pegados a la pantalla digital por trabajo o por idiotez. Uno, el del evento. El otro, el de lo que Juan Pablo Varsky llama el “microclima de alta intensidad”. Donde todo sucede exageradamente.

¿DÓNDE ESTABAS CUANDO GANAMOS LA DAVIS?

El último fin de semana Argentina ganó la Copa Davis y yo estaba literalmente lejos: ni en Zagreb ni en Buenos Aires, la ciudad en que vivo. La serie consagratoria me encontró en una provincia de la Patagonia, de vacaciones, con escasa señal de celular y sin ganas de gastar el tiempo en mirar la televisión. No es desapego, estrictamente: en el momento de sacar los pasajes y planear el destino, el equipo de Del Potro y compañía todavía no estaba ni en semifinales. Así salieron los dados.

fest350Así que, lejos y al sur, en Chubut, pasando el Bolsón, en un pueblo coqueto que llaman Lago Puelo, pasó el día uno del duelo frente a Croacia y sólo me enteré de los resultados a la noche, cuando finalmente me metí a Internet a espiar un diario deportivo. Era viernes.

El sábado se repitió una situación similar, con un agregado: me di cuenta de que en ningún momento de ninguno de los dos días escuché a nadie hablar de tenis. Esta vez, al mirar el diario me sorprendió la evidente contradicción: ¿cómo podía ser que ese tema que parecía tan importante en la página fuera tan descorazonadoramente ignorado? Sin Twitter ni tele, sin aldea, la ilusión de relevancia estaba diluida.

El domingo, justo antes de que saliera para un bello lugar que llaman El Desemboque, sonó el teléfono. Era mi viejo, conocedor de mi pasado erudito y tenístico, ansioso por compartir el hito. “¿Estás viendo algo? Parece que vamos a ganar la Davis”, dijo. No, papá. Nada. La diferencia horaria con Zagreb lo ayudó en el relato. Porque era temprano todavía, pero para él ya había pasado de todo: me contó emocionado alguna cosa de Del Potro, me habló de Delbonis. “Increíble”, dijo. “Increíble”. Le corté, ligeramente apurado por hacer veinte kilómetros de ripio.

Estuve casi diez horas sin señal de celular y sin una noticia de la Copa Davis. No es que estuviera solo, al contrario: el día soleado ayudó a que los lugares con agua fresca y mejor paisaje se llenaran de familias y amigos dispuestos a gastar su tarde en tirarse al lago o asar un cordero en la cruz. Llegaban en camionetas, se bañaban en tandas. Algunos pescaban. Eran grupos grandes. Y hablaban, sí. Pero hablaban sencillamente de otra cosa. Lejos de la histeria autogestionada de la noticia, aparecía espacio para algo más, que parecía más importante.

En algún momento volví. Cansado. Contento. Distinto.

No abrí el Twitter. Fui directo a la página del diario La Nación. Argentina había sido campeón y me encontré con el título de una columna que me pegó en la cara. “¿Dónde estabas cuando ganamos la Davis?”, se preguntaba Sebastián Fest. Él, por supuesto, estaba en Zagreb, donde a su juicio todo sucedía. Cito: “El asesinato de Kennedy, la toma de las Malvinas o los atentados del 11 de septiembre. Todos saben dónde estaban cuando se enteraron de esos sucesos que cambiaron la historia”.

El título, intencionalmente provocador, desviaba un poco el eje en la siguiente oración para hacerse más liviano: “El último fin de semana incorporó a esa lista una pregunta obvia -‘¿dónde estabas cuando supiste de la muerte de Fidel Castro?’- que los argentinos podrían responder de forma bastante sorprendente: ‘Nos estábamos ocupando de ganar la Copa Davis’”.

lagoA mí, que llegaba de otro mundo, todo me sonó falso y forzado. Quizá porque no venía de la tele, ni aterrizaba desde Twitter. Quizá porque no visité Facebook, ni Instagram, ni Snapchat, ni los medios masivos y no masivos de comunicación. Quizá porque no vi memes ni felicitaciones múltiples de deportistas emocionados replicadas hasta el exceso. Quizá porque todos olvidamos en la trama cotidiana de la noticia y la exigencia y los trofeos que la vida sigue en otros lugares. Ni siquiera hace falta irse lejos de la casa para verlo: eso me pasa a mí, que soy un negado y volveré a caer en la red de la falacia informativa ni bien ponga el punto final en esta nota tan extensa.

Pero me dieron ganas de contestar esa pregunta. ¿Dónde estaba cuando ganamos la Copa Davis? Estaba en El Desemboque, Fest. Ahí donde el río Epuyén se junta con el lago Puelo. Es un sitio bellísimo que recomiendo visitar. Tiré piedras al río junto a mi hijo, me zambullí en un lugar que me revelaron peligroso a posteriori y me sorprendí por la presencia de un trampolín en medio del lago. Comí unos sánguches, apenas. Algún vecino generoso cuyo nombre lamento ignorar me convidó carne de su cordero.

Y a las pocas horas se cayó un avión en el que murieron más de 70 personas. Como para ponernos un poco en perspectiva.