Cuando era chico jugaba a la pelota en la Plaza Montserrat de Buenos Aires, la que está en Bernardo de Irigoyen y Estados Unidos, al lado de la 9 de Julio. Los canteros marcaban la cancha, los arcos eran unas piedras sueltas y se podía tirar paredes contra todo mobiliario público, incluso la placa que dice que ahí se fundó el club Atlanta.

De más grande, cuando me mudaron al Norte, me pasaba las tardes de los sábados en el Parque Saavedra. Los equipos siempre tenían más de once jugadores y no solían ser parejos -podía ser 16 contra 15 o 14 contra 12-, unos pares de bolsos o buzos hacían de postes, algunos árboles trazaban líneas de cal imaginarias -“ahí se va”-, y todo obstáculo del terreno, piedras, pozos o monolitos, era incorporado al juego.

Pese a las cadenas de televisión que transmiten publicidades interrumpidas con fútbol, al FIFA15, a Messi, a la tecnología, a las ridículas prohibiciones de la FIFA, o la AFA, a las barras, a Benedetto y al aerosol evanescente, el fútbol siempre fue algo tremendamente simple. Para armar un partido se necesita una pelota y ganas de jugar. Nada más.

Con esa misma premisa, la artista vasca Maider López organizó en septiembre 2010, justo después del Mundial de Sudáfrica, una copa de fútbol de un día en tono de happening artístico -que bien podría haberla replicado Marta Minujin- para cuestionar las rígidas reglas que organizan a la sociedad y al deporte. Y como lo hizo en los Países Bajos, para un instituto artístico de Rotterdam (Witte de With) y con el apoyo de una organización neerlandesa que promueve la utilización artística de los espacios públicos (SKOR), montó el torneo en una paisaje típico de esa región de planeta: los polders, las tierras ganadas al mar para la agricultura y la ganadería.

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Todo el evento se jugó en cuatro canchas, una de once y tres más chicas, ubicadas a propósito para que los terrenos tuvieran la mayor cantidad de accidentes geográficos posibles. Además de las zanjas que dividen habitualmente los polders había baches, huecos y matorrales de todo tipo. Participaron 16 equipos mixtos, en dos grupos, que se fueron eliminando hasta que quedó un campeón. Cada uno eligió su nombre y su camiseta. Entre los “futbolistas” había de todo: artistas, aficionados al balón, urbanistas, agricultores y hasta el comisario del pueblo donde se jugaba.

Como en el potrero, las reglas se tenían que adaptar al terreno. Estaba prohibido saltar de un lado al otro de la zanja -los defensores no podían pasar al ataque y los delanteros no podían bajar a defender-, si la pelota se iba al agua -había alcanza-pelotas con redes o en canoa- sacaba del otro lado del zanjón el equipo rival, etcétera. Se jugó con árbitro y un maestro de ceremonia anunciaba los resultados. Los que descansaban se subían a las pequeñas tribunas que se montaron y alentaban a los que corrían atrás de una pelota. Había comida y bebida para todos.

Los críticos de arte dicen que Maider López “pretendía que la Polder Cup desorganizara los hábitos cotidianos y transformara la función agraria tradicional del pólder en una más recreativa, en un campo de fútbol”. Que el evento ponía en cuestión los límites de la manía neerlandesa por alcanzar acuerdos que perjudiquen lo menos posible a todos: “Una excesiva regulación que hace que haya muy poco margen para las interpretaciones espontáneas o ambiguas en relación con el uso del espacio público. Las interpretaciones individuales apenas tienen cabida en la cultura del consenso porque son restringidas inmediatamente por el reglamento”. Y que de paso, le pegaba un palo al espectáculo mercantil en que se convirtió el deporte.

Al atardecer, después de la entrega de premios, todos ayudaron a desmontar. En un guiño a lo efímero de vida, se fueron sin dejar nada que no hubiera nacido en esos polders -creación de la técnica humana-. Suena a que fue un lindo día, a que la pasaron bien como en los potreros de la infancia. Nos hubiera gustado estar ahí. Si alguno arma un picado pronto, avise, que nos sumamos.