Didier Deschamps tiene la mirada perdida, la boca abierta y los dientes al aire. No termina de entender por qué las cosas no están saliendo como deberían en el debut mundialista de Francia. Australia acaba de empatar el partido 1-1, tras un inocente penal de Umtiti.
El DT revisa mentalmente las precisas instrucciones que le dio Aimé Jacquet, vestido como bailarín del Bolshoi, en un extraño sueño que tuvo la primera noche que durmieron en suelo ruso. Tenía todo lo que le pidieron: un arquero irregular, un lateral joven y con cara de dormido, un central lujoso y otro rudo y negro, un volante de marca bajito y feo, otro flaco y señorial, un 10 cerebral y de pelo corto, un delantero joven y rápido. ¿Faltaba algo?
Una brisa leve lo sacó de sus reflexiones y lo hizo mirar hacia su izquierda. Parado, a su lado, estaba Jacquet, ahora con ropa de cosaco imperial. El entrenador de Francia 98 lo miró fijo, con ojos acuosos, y lo interrogó: “¿No tendrías que hacer un cambio arriba?”. Cuando Deschamps iba a preguntar dónde había comprado ese bonito Papaja (sombrero tradicional ruso), la imagen traslúcida de Aimé comenzó a reducirse hasta desaparecer a sus pies. Al terminar de bajar la vista los ojos de Didier se encontraron con un reluciente conito naranja. Fue suficiente.
“Traelo a Giroud”, gritó Deschamps a uno de sus ayudantes. Después de unas cuantas indicaciones para las cámaras, Olivier entró a los 70 minutos en lugar de Antoine Griezmann, la figura de ese partido y de Francia en toda la Copa. El insólito sacrificio dio resultado. Diez minutos más tarde, un defensor australiano, en contra, les dio la victoria.
Casi un mes después, en Moscú, Francia se consagró bicampeón mundial. Con ese mismo equipo. Con Giroud como 9 falso, sin goles y sin tiros al arco, porque no le cuentan ni el intento en semis ante Bélgica que le tapó Dembelé con los botines. Con la cábala de la doble Francia, espejada en el éxito de 1998, como principal responsable.
Se hizo evidente que, en ese esquema, Giroud venía a reemplazar a aquel recordado centrodelantero sin gol que encabezó el ataque francés hace dos décadas: Stéphane Guivarc’h. El exdelantero de Bordeaux tuvo mucho menos ruedo en selección que el atacante de Chelsea. Solo jugó 14 partidos entre 1997 y 1999 y anotó apenas un gol. Las cifras de Giroud, 81 partidos y 31 goles, son mejores pero tampoco parecen gran cosa. Como sucedáneo es ideal.
En un recorrido inverso, Guivarc’h arrancó como titular en Francia 98 pero fue reemplazado por Dugarry en el debut ante Sudáfrica. Jugó unos minutos en el final de la fase de grupos, versus Dinamarca, y en 8vos, versus Paraguay. Volvió a ser titular ante Italia, lo reemplazó Henry, en semis, lo reemplazó Trezeguet y en la final, entró Dugarry. En total, casi 300 minutos sin goles.
Como en 1998, primero llegaron las críticas. No sólo por la falta del gol si no, en especial, por la falta de juego. Y, luego, el respaldo. Deschamps, como Jaques en su momento, defendió a su jugador y destacó su habilidad para recibir de espaldas y para colaborar en funciones defensivas. Argentina perdió con falso 9 ante el equipo del 9 falso.
Al final, Giroud se rió de todas esas críticas, mientras levantaba la copa del mundo con un peinado prolijo y una sonrisa cristalina. Solo una persona dijo sufrir por su situación. “Estoy un poco triste por Giroud. No tiene recompensa por sus esfuerzos”, afirmó Guivarc’h, sobre la sequía de su avatar. Hablaba de la efímera recompensa del gol. La recompensa más grande, como avisó en un sueño un viejo DT vestido de bailarín, llegó cuando Francia decidió respetar sus costumbres.