Nos quieren hacer creer que Peter Shilton sigue enojado con Maradona. Que no le puede perdonar la Mano de Dios. Que no tolera haberse comido, con diferencia de cuatro minutos, aquel tanto con la mano y el mejor gol de la historia del universo. Que no puede aceptar que el autor de ambas atrocidades haya sido un sudaca sucio e insolente. Pero, para el arquero inglés, mucho más difícil que aceptar la derrota más grande de su carrera y de todas las carreras británicas fue hacerse el sorprendido aquella tarde en el estadio Azteca, ante 114 mil espectadores y millones de televidentes en todo el planeta. Shilton sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero prefirió ocultarlo.
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La barra del Fantástico Bailable, situado en Avenida Rivadavia al 3400, había tenido siempre un ritmo de venta asombroso. Pero esa noche sería recordada de manera especial por los barmans, que no pudieron siquiera ir al baño por el nivel de exigencia jamás visto de los acalorados clientes. La birra y el fernet corrían en proporciones bíblicas. Uno de los dueños mandó a pedir refuerzos de alcohol en dos oportunidades, a sabiendas de que la sequía de las papilas gustativas podía causar una ola de violencia irrefrenable. A eso de las tres de la mañana, la disco estallaba de alegría. Aún en medio del éxtasis generalizado, un hombre alto y cuarentón sorprendió a todos cuando una de las bailanteras más famosas del ambiente le concedió una pieza. Él vivía al ocho cuarenta, en una calle bien fifí, y ella en una esquina espera con cualquiera irse a dormir, y Peter Shilton, de camisa blanca con manchas ferneteras, bailaba al límite de sus caderas. La dama parecía disfrutar del empeño de su parteneur, quien gozaba con los designios del mejor cuarteto cordobés. Es sabido que el futbolista sabe perfecto español gracias a su abuela materna, de origen latino. Así, con chamuyos elegantes llegó a robarle un pico a la chica antes del final del tema, y sus ilusiones de arrancarla de la discoteca, como parecía decir la canción, iban in crescendo. Era increíble cómo ese músico ignoto podía corromper las almas humanas como ningún artista inglés. Los gritos eran ensordecedores aún para Peter, acostumbrado a los alaridos de los estadios de fútbol. El Fantástico se rendía a los pies del Potro. Hasta que sonó en una villa nació, fue el deseo de dios. Cada hombre y cada mujer detuvieron su baile desencajado. Boquiabiertos, miraban al escenario. La música seguía atronando. Ya nadie movía un ápice de su cuerpo. Shilton tardó en comprender el espectáculo, cómo eran capaces esos cientos, miles, millones de seres que poblaban cada rincón de la bailanta, de pasar del arrebato más extremo a una calma casi mística. Silencio. Ahora sí, hasta la música se detuvo. Había llegado Él. Shilton giró y lo vio. Ese al que todos adoraban. Un gordo petiso, de unos cuarenta pirulos. Y todo el pueblo cantó “Maradó, Maradó”, nació la mano de Dios. Al arquero inglés, a horas de jugar un cruce por cuartos de final del Mundial ’86, se le detuvo el corazón. Paralizado, inmóvil, se quedó mirando al gordito, a Maradona, a Él. La discoteca había vuelto a latir con fuerza volcánica, pero Peter era incapaz de hacer otra cosa más que mirarlo y adorarlo. Ese profeta futbolero al que todos llamaban Potro Rodrigo, había echado luz en cada compartimiento de su cerebro. Más vívidas que nunca, las imágenes empezaron a recorrer sus neuronas. El estadio ardía en la tarde y una pelota acababa de salir volando en el área de Inglaterra. Se vio a sí mismo salir del área chica para ganarle de mano al hombre de azul, al que ahora bailaba cuarteto locamente, pero unos quince años antes. Creyó que llegaba antes que el sudaca, pero no. La avivada, la típica avivada sudaca, pensaba Shilton al tiempo que una pareja de borrachos empezaba a bailar dejándolo en medio, formando un vallado con sus brazos. La cuestión es que el sudaca llegó antes. Porque puso la mano. Lo metió con la mano, Terry, se escuchó decirle a Butcher. But the goal is going to be given. Se le vino al bocho el audio del relato inglés, que confirmó que el gol fue válido para el juez. Qué hijo de puta este Maradona, nos va a cagar la vida y ese gol será leyenda, y será recordado muchos años después y animará las bailantas del culo del mundo, y las negras y las gordas se deleitarán honrando los actos maliciosos de Maradona. Sacó a bailar a una atractiva culona, que pronto lo dejó pagando. De atrás salió el novio, un tipo enorme. Mejor me voy para otro lado, pensó. Sin darle respiro, la mente le mostró más. Vio cómo dos de sus compañeros, desesperados, habían sido estériles en su intento de detener a Maradona en la mitad del campo de juego azteca. Con el pecho inflado y la cabeza erguida, Diego parecía Quetzalcóatl, el dios en forma de serpiente emplumada al que veneraba el Imperio mexica cuando llegaron Hernán Cortés y su ejército de ladrones. El gobernante Moctezuma confundió a los españoles con Quetzalcóatl y entonces les abrió paso, apurando la muerte de la civilización azteca. Shilton dudó por un segundo si la leyenda podía aplicarse de manera perfecta, si Maradona era el Hernán Cortés de los ingleses –disfrazado de la divinidad de la serpiente con plumas-, y ellos los ingenuos aztecas que le abrían las aguas para que llegara hasta el arco inglés. Una gorda le volcó cerveza en el brazo. Entonces el arquero reaccionó y dejó de representarse el mito azteca, pero, en su mente, la película no tenía freno, al igual que el 10 argentino. Y escuchó siempre Maradona, genio, genio, genio, tá, tá, tá, tá, tá. Se vio. Acababa de verse salir a achicar. Se vio estúpido, chiquito, patético. Siguió tomando fernet, como cuando uno toma un vaso de agua para buscar tranquilizarse, para darse algo de tiempo. Pero en las imágenes no había tiempo. Maradona corría como una tromba, y ya lo había dejado por el suelo a él, a ese arquero maravilloso que había sido doblemente campeón de Europa con el humilde Nottingham Forest. Nada alcanzó. Nadie pudo. Ninguno fue capaz de cruzarlo, de intervenir en esa maniobra celestial. Maradona en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Shilton lanzó un alarido inmenso que pareció no haber existido por el ruido potente que envolvía el ambiente. Lanzó el vaso de fernecito al suelo y salió. La Avenida Rivadavia, todavía oscura, estaba desierta. Todo el mundo estaba en el Fantástico. Caminó hasta Bartolomé Mitre y se tomó el 68.
-Voy hasta el Estadio Azteca.
Pagó los 75 centavos con moneditas de 10 y 5. Se sentó en un asiento del fondo y se quedó dormido.
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El arquero del seleccionado inglés se despertó exaltado y transpirado. En la cama de enfrente estaba Glenn Hoddle. Peter lo miró con cautela, como si observarlo fijamente pudiera despertarlo. Vos vas a ser el primero en pasar de largo, dijo por dentro. Entonces se sacó la sábana de encima y salió en puntas de pie de la habitación 655 del hermoso hotel de la Ciudad de México en el que estaban alojados. Tomó el ascensor mirando para todos lados, con el desquicio hecho carne en sus ojos. Se retiró sin siquiera mirar hacia el lado en que se encontraba dormitando el conserje. Una vez afuera, corrió en medias hasta el estadio Azteca, que quedaba a unas 20 cuadras. Se acercó a uno de los portones y le tocó el hombro al único guardia que encontró. Sobresaltado, el tipo casi le metió una trompada. Le explicó rápido que era Peter Shilton y que quería ingresar al campo de juego. El hombre se negó, pero cuando el arquero le ofreció un par de guantes dejó a un lado su rigidez y lo acompañó incluso hasta el círculo central. Era imposible que prendiera las luces del estadio, pues hubiese llamado enormemente la atención de cualquiera que pasara por ahí, pero a cambio le encendió dos reflectores que estaban a la altura de los arcos. Shilton quedó sólo, casi en penumbras, parado en el área chica del arco que vio en el sueño profético. Empezó a acariciar los tres caños que debía defender en ese período, que había de ser fatal para los británicos pero desconocía si era el primer o el segundo tiempo. Se paró sobre la línea de meta y midió la cantidad de pasos que precisaba hacer para llegar al punto exacto en que Maradona iba a golpear la pelota con su puño izquierdo. Eran ocho. La misma cantidad había hasta el lugar en que caería rendido en el mejor gol de toda la historia. Entonces se acostó horizontalmente a ocho pasos de la línea de gol. Miró al cielo mexicano, que estaba plagado de estrellas. Pensó en qué había que hacer para impedir esos dos tantos argentinos. Lo primero que se le ocurrió fue que aún tenía tiempo para entrenarse. Llamó al guardia, que lo miraba con atención desde la tribuna más cercana, y lo obligó a imitar los movimientos de Maradona. Entonces el cuidador le anotó una decena de goles con la mano y otros tantos dejándolo en el suelo tras quebrar la resistencia de un par de conos. En igual o apenas superior cantidad de veces, Shilton terminó con la pelota en su poder. Reflexionó durante un instante, y lo cierto era que en lo único que se parecía aquel hombre a Diego era en lo retacón. Abandonó esa línea de acción. Estaba seguro de que si hablaba con sus compañeros y los ponía al tanto de la profecía, sin dudas lo tratarían de loco y, lo que era mucho peor, podía sufrir alguna suerte de castigo de dios por andar contándole a todos eso que, por motivos que desconocía, se le había presentado a él. Dios sabía que Peter Shilton era el más religioso del plantel.
Alguien debía golpear duramente a Maradona, cruzarlo con fiereza en el primer minuto de juego. Dejarlo sin Mundial. Esa idea penetró con fuerza en la corteza de su cerebro. Pero pronto se vio abortada por el recuerdo de una frase de su padre: “No es de señor inglés intentar lastimar a un rival durante el partido”. Esas palabras lo volvieron a emocionar como la primera vez que las escuchó. “Lo mejor es hacerlo sin que nadie se entere”, era la oración que completaba la enseñanza paterna. Esa parte lo llevaba hasta el borde de las lágrimas. No había dudas. Había que bombardear Villa Fiorito antes de que saliera el sol. Diego y Dalma Salvadora, los padres del 10, vivían ahí. Un buen susto –como mínimo- podía sacar a Maradona de las casillas, eliminarlo virtualmente del partido. De inmediato, Shilton se dirigió a un teléfono público y llamó a la habitación de Margaret Thatcher, la primera ministra británica. Como capitán del equipo inglés, estaba en todo su derecho de llamarla a la hora que se le diera la gana y por cualquier tema. Sonó apenas dos veces y atendió la dama de hierro.
– ¿Quién es a esta hora?
– Señora, disculpe. Soy Peter Shilton. ¿Dormía?
– Hola Peter, perdoná mi rudeza, no imaginé que serías vos. No dormía, estaba comiendo pizza fría (sabés que me encanta) y pensando en los detalles para que mañana la fiesta en las calles sea total.
– Sobre eso le quería…
– ¡¿Qué?! No me asustes, por favor Peter.
– Mañana va a ganar Argentina. Maradona va a anotarnos dos goles. Uno con la mano y otro será recordado por siempre como el mejor gol desde que existe el mundo. Me lo dijo un profeta argentino en un sueño. Sé que usted sabrá comprenderme. Es preciso bombardear Villa Fiorito.
– Te creo, Pete. No necesitás aclarar nada. Te conté una vez que mi historia con el Crucero General Belgrano fue igual. Aquella noche en mi sueño lo escuché a Galtieri confesar después del noveno whisky que el triunfo argentino en Malvinas era en gran parte gracias a ese barco. Pero decime, ¿Villa Fiorito?
– Sí, Villa Fiorito. Es una villa miseria de Buenos Aires en la que nació Diego y…
– No me subestimes. Conozco la historia. Conozco todo sobre nuestros enemigos. Pero Diego padre y Dalma Salvadora ya no deben vivir ahí.
– Le aseguro que sí, señora.
– Es un hecho, don Shilton. En menos de dos horas, Villa Fiorito no será más que un recuerdo.
– Gracias, señora Thatcher. Usted sabe cuánto la valoro.
Peter Shilton regresó al hotel y se volvió a acostar. Glenn Hoddle dormía como un tronco.
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Se hizo de día en la Ciudad de México. De lo único que se hablaba era del duelo entre argentinos e ingleses por los cuartos de final del Mundial México 1986. Habían pasado cuatro horas desde la charla entre Shilton y Thatcher, pero el arquero no había escuchado hablar a ninguno de los molestos periodistas que diariamente iban a la puerta del hotel sobre un bombardeo en Argentina. Con el correr de los minutos fue perdiendo la paciencia, y hasta se animó a preguntarle a un notero criollo si estaba todo bien en Villa Fiorito. El tipo se rió. Claro que sí, Argentina vivía un día pleno de ilusiones.
En medio del desayuno, Shilton se tiró apropósito una tostada con mermelada encima del pantalón. Con esa excusa, se levantó para ir al baño a lavarse, pero en cambio se fue a la habitación y desde allí llamó a Thatcher.
– Margaret, disculpe que la moleste de nuevo. Soy Peter Shilton
– Hola, querido Pete. Hacía mucho que no tenía noticias tuyas. ¡Éxitos hoy!
– Señora, ¿qué pasó con lo que hablamos anoche?
– ¿Qué cosa hablamos?
Villa Fiorito amaneció con sol. Margaret Thatcher ya tenía esbozos de la demencia senil que la azotaría de lleno años más tarde. La noche anterior, tras cortar con Shilton, paseó a su perro y se acostó a dormir.
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Cuando se decidió qué equipo arrancaba de cada lado, Shilton supo que los 45 minutos macabros para el fútbol inglés iban a ser los del segundo período. Atajó relajado en el primero, sin temores. En el entretiempo no pudo parar de vomitar, debía afrontar el momento más difícil de su vida. Quedó exhausto de tanto devolver. Pero, al sacar la cabeza del retrete, había entendido todo.
En el minuto 51, una bola quedó suspendida en el aire a ocho metros de la línea de gol. Peter Shilton salió al cruce y lo vio a Maradona en el aire. Conocía hasta la mueca que iba a hacer Diego en ese instante. Entonces el arquero inglés estiró su puño derecho y el capitán argentino sacó su mano izquierda, con la que impactó el balón. La pelota pasó por encima del portero. El gol fue convalidado por el árbitro tunecino Ali Bennaceur.
Apenas cuatro minutos más tarde, Diego Maradona tomó la pelota detrás de mitad de cancha y con una pirueta pasó entremedio de los dos primeros ingleses. Peter Shilton sabía lo que se venía. Uno a uno, se fue comiendo a sus compañeros. Es Quetzalcóatl, déjenlo pasar, pensaba en su carácter de Moctezuma inglés. Jamás disfrutó tanto de ver fútbol. Shilton había visto ese gol en su cabeza más que cualquier argentino en videocaseteras o en Youtube. Y aún así, verlo en vivo, en primera persona, era hermoso. Era muy lindo haber tenido posibilidad de impedirlo, pero haberla rechazado era extraordinario. Salió ocho metros para achicar, cuando sabía bien que a esa altura era imposible detener al 10.
Muchos de sus compañeros, a diferencia suya, jamás supieron valorar lo que Maradona hizo por el fútbol, por el mundo, por todos. Al día de hoy lo ven con bronca, con odio y rabia. Odian al sudaca de Fiorito. Peter Shilton, el más religioso del plantel, entendió que había sido bendecido por Dios. Que Diego Maradona era un enviado divino, y esas dos maniobras celestiales aún lo llenan de orgullo. Él también es responsable por ellas.