Moralejo puso una extraña pelota -extraña para él- a las espaldas del cuatro mendocino y allá picó Carlitos Bianchi mientras el arquero y el flaco de la cueva levantaban manos infructuosas, lo miraban mendigando el gesto, cuidaban el empate como a un hijo.
Pero Isidro Balestra -los ojos, el aliento implacable de la hinchada de Vélez en la nuca- corría, el elocuente banderín pegado al tobillo, acompañaba habilitando el pique del reiterado goleador, esperaba el desenlace. Y hubo un centro pasado, Larraquy que llega forzado al segundo palo, cabezazo por arriba y todo el mundo uuuuh de la tribuna encima y detrás de Balestra.
Miró el tablero y pensó ya se acaba. Retomó el trote y entonces lo oyó, clarito, ahí atrás.
-Por qué no levantaste la bandera, hijo de puta.
Se dio vuelta y ya no dudó. El cuatro estaba lejos, volvía rengo y dolorido de una arada inútil. El banco de los visitantes estaba más lejos aún. Y el último hincha mendocino había dicho sus últimas palabras al promediar el primer tiempo, también allá lejos, mucho más lejos todavía. Esa tarde, Vélez era dueño de todos los ruidos y los gritos menos de ése explícito susurro. Y ya no dudó. Sencillamente, supo quién era. Y se quedó en el molde.
El referí avisó que dos minutos más. Hubo un lateral para el visitante ahí, a los pies de Balestra, y el rengo tardó un lustro en llegar.
Amagó y amagó: al final se la tiró un poco larga al dieciséis, un pibe todavía frio, recién entrado. Ischia lo madrugó. Puso la gamba fuerte, tiró la pelota adelante y se fue. El arquero salió como los bomberos.
La pelota entró al área por el vértice, con Ischia un poco lejos, forzado. El arquero mendocino -todo el barro de las dos áreas de esa tarde lo tenía encima- había ganado varios mano a mano y venía por uno más, casi en el aire, perfilado para el vuelo arrastrado. Y llegaron juntos.
Hubo un choque frontal y desparramo. Mientras se desenredaban, la pelota salió para arriba, picó y se fue para el arco. Sólo dos jugaban ahí. Dos y Balestra, pegado a la raya, diez metros más allá. El resto estaba lejos, hasta el referí que trotaba esperando la hora.
Pero todavía faltaba.
Penosamente se rehicieron y el volante ganó un tiempo, consiguió el armado mínimo de la vertical como para acomodarse y mandarla adentro. Todo Vélez empujaba el pie embarrado.
Pero todavía faltaba.
Como en una cámara lenta infernal y analítica, el arquero se paró, se jugó la mano y la vida en el gesto final y metió el manotazo ahí, justo y final. Y mientras Ischia caía, toda la hinchada de Liniers caía con él en el grito de la apelación, el mendocino se embarazaba con la pelota, rodaba y se aferraba a ella, dueño de la pelota y de la tarde.
Pero todavía faltaba.
Sonó el silbato. Balestra miró el reloj y tembló. El árbitro lo miraba a él, testigo de cargo, espectador privilegiado, palabra, banderita autorizada. Y el referí se venía, hacía gestos de espantar moscas, torcía levemente la diagonal hacia donde Isidro Balestra era el punto final del recorrido de la procesión que se encolumnaba tras un ambiguo fraile negro. Ya estaba a cinco metros y elástico lo miraba a los ojos con hipócrita ruego.
Pero todavía faltaba.
Porque precisamente en ese momento, por encima o debajo del clamor que bajaba de las populares, de las puteadas que saltaban de los grupos de jugadores como saltan las pulgas de un perro, lo oyó otra vez, clarito, inapelable:
-Guarda con lo decís, hijo de puta. No fue penal; el arquero no lo tocó.
Cuando Isidro Balestra tomó el tren en Liniers eran las 20.25. El vagón estaba lleno de gente cansada y nadie prestó atención al hombre de bolso Adidas y la curita y los anteojos negros prestados, que leía la sexta con dificultad.
Si Vélez había empatado cero a cero y el escándalo sobre la hora le costaría la suspensión de la cancha; si el árbitro Feola no había sancionado un evidente penal a favor del local luego de consultar con el lineman; si los desbordes habían terminado en pedrea y agresión contra “la autoridades del match”; si el director técnico Lorenzo se quejaba arbitrariamente de los arbitrajes; si a él le dolía mucho la ceja derecha, a nadie le importaba ya.
Como un ladrón, ocultaba en el bolso las evidencias de su participación en el hecho: un pantaloncito y camisa negra, un escudito. Lástima que no le dieron la banderita solferino, suerte que su mujer no estaría en casa y podría ver tranquilo el partido por TV, podría verle un poco mejor la cara al oficial de policía que lo puteó toda la tarde desde el borde de la cancha, ahí, junto a él, con ese perro amenazante y sin duda mendocino; podría ver realmente si fue o no fue penal del arquero, podría verse caer y oír qué decía Macaya Márquez.
Cuando su mujer regresó esa noche, tarde y con una maceta, como siempre que iba a Moreno a lo de su hermana, Isidro Balestra, banderín solferino, estaba dormido frente al televisor encendido. Ischia picaba, adelantaba la pelota, salía el arquero mendocino y había un choque.
La mujer apagó; el fútbol la aburría.
Publicado en El día del arquero – Ediciones De La Flor – 1986