Mi amigo Pedro Saborido me atravesó los escasos 21 gramos de ese chicle globo llamado alma contándome un extraño caso, el de Fito Lascaroni, el jugador que mejor se paraba en la cancha.
Recostado sobre el sector izquierdo, su presencia impactaba. Brazos en jarra, mirada altiva, actitud épica. Simplemente miraba lo que para él resultaba pueril, el propio juego. Nunca tocó la pelota, nunca le preocupó el devenir del juego, simplemente se paraba. Su inmovilidad opacó incluso al mismísimo Bebo Lainez, crack de una habilidad inalcanzable, famoso por haber eludido a todo el equipo contrario y después al suyo propio durante 20 minutos, hasta que finalmente entró en locura, mató a su mujer y eludió a la Justicia durante diez años hasta morir, de una patada al hígado, en 1971.
Volviendo a Fito, él simplemente se paraba y sintetizaba toda la elegancia del ser. No había objetivo ni plan. Solamente estancado, viendo pasar algo que nunca entendió. De pecho frío pasó a ser la finura, la estampa única. Nadie le quitaba la vista de encima. Su figura pagaba la entrada. Se despidió del fútbol sin haber tocado nunca la pelota, sin ser expulsado, sin haber convertido un gol.
Fue ídolo de multitudes. Murió el 18 de julio de 1972, en una parada de colectivo. Y el país, entristecido, se paró tres días.