Disociar la violencia del hooliganismo inglés resulta poco menos que quimérico: es totalmente intrínseca y definitoria del movimiento. Sin embargo, hace 30 años, existió un período en el que la tumultuosa afición inglesa enterró el hacha de guerra y se fundió en un abrazo fraternal. Desapareció toda rivalidad, el rencor se arrinconó en el fondo del armario y los enemigos acérrimos bailaron juntos. Las pastillas de éxtasis fueron el catalizador. El acid house, la banda sonora.
La segunda mitad de la década de los ochenta fue sin duda la época más funesta para el fútbol inglés. El triste binomio fútbol-violencia sumó un tercer elemento macabro en la ecuación: muertos. En plural. Cantidad de ataúdes en un único partido. Muchos para no formar parte de una epidemia. Demasiados para no convertirse en una cuestión de estado.
El año 1985 se inició de la peor manera posible. Durante el mes de marzo un desplazamiento a Luton por parte de seguidores del Millwall degeneró en una inmensa batalla campal dentro y fuera del estadio local. Invasión de campo incluida, entre los objetos que se recogieron en el terreno de juego después de la refriega destacaban varios cuchillos, ladrillos, palos, sillas y alguna cartera que facilitó las posteriores identificaciones. Sorprendentemente, no hubo que lamentar ninguna muerte, aunque el incidente presagió la bomba que estaba a punto de estallar dos meses después. Las 56 muertes por incendio en las tribunas de Valley Parade durante el enfrentamiento entre el Bradford City y el Lincoln City y los 39 fallecidos en una avalancha en el estadio belga de Heysel durante la final de la Copa de Europa entre el Liverpool y la Juventus hicieron del mayo de 1985 el mes más negro de la historia del fútbol.
Ante estos catastróficos acontecimientos la opinión pública y la clase política no tardaron en señalar a unos únicos culpables: los hooligans. Animales. Hordas de salvajes enquistadas en la sociedad inglesa. Muchas fueron las medidas que se plantearon para acabar con el problema. Ken Bates, propietario del Chelsea durante la era pre Abramovich, propuso levantar vallas electrificadas en torno a los terrenos de juego. Varios políticos clamaron por la recuperación del birching, práctica basada en azotar con varas de abedul a los delincuentes. Tatcher, por su parte, anunció que extirparía el problema de raíz.
A pesar de la gravedad del asunto, no se tomaron medidas políticas hasta el año 1989. Hizo falta otra tragedia, la de Hillsborough, para que se aplicara la Football Spectators Act como marco legislativo para frenar el hooliganismo y garantizar la seguridad en los estadios. Sin embargo, durante el periodo que va de 1985 a 1989, hubo una intervención que consiguió apaciguar la violencia hooligan. Su origen no fue gubernamental. Fue creada en un laboratorio clandestino de Ámsterdam. Nació la pastilla de éxtasis.
Por aquel entonces la escena inglesa de clubs nocturnos era totalmente gris. Las discotecas eran tan solo lúgubres espacios donde se reunían los jóvenes para beber, con suerte ligar y sin suerte pelearse. Un escenario decadente que estaba a punto de vivir un giro espectacular de los acontecimientos.
Ibiza lo cambió todo. Meca de la música de baile, para los ingleses que pisaron sus discotecas supuso el descubrimiento de un nuevo mundo. Era la época del balearic beat, una mezcla musical entre distintos ritmos bailables y acid house, un nuevo sonido electrónico nacido en Chicago. La discoteca Amnesia era su epicentro. El ambiente que se respiraba era de paz y amor. La gente bailaba. Los desconocidos se unían en largos abrazos. Su gasolina: unas nuevas pastillas que, como todo estupefaciente de nuevo cuño, habían tomado la isla como campo de pruebas. Allí descubrieron la droga y la música y, rápidamente, exportaron a su lluviosa isla las dos. La escena clubbing inglesa dio un vuelco absoluto. Las fiestas de acid house afloraron en las principales salas del país.
En un contexto en el que el fútbol se encontraba en horas bajas por culpa de las diversas tragedias y de la consecuente expulsión de los equipos ingleses de las competiciones europeas, muchos jóvenes hooligans optaron por cambiar su habitual desplazamiento de fin de semana siguiendo a su equipo por otro viaje de menor riesgo y mayor gratificación: la peregrinación a las salas de baile. Allí se encontraban con un ambiente ultrafestivo en el que convergían gentes muy dispares sin barreras de raza, orientación sexual y, mucho menos, equipos de fútbol. La música movía sus cuerpos. La sensación de euforia, amor y empatía causada por el éxtasis pacificaba sus impulsos. En palabras de Tony Wilson, famoso promotor musical mancuniano y fundador de la mítica discoteca The Haçienda, “resultaba muy difícil pelearte con alguien con quien te habías estado abrazando la noche anterior”. Los antiguos enemigos se convirtieron en nuevos amigos. Miembros de firms tan dispares y temidas como los Millwall Bushwackers, la Inter City Firm del West Ham o los Chelsea Headhunters compartían pista de baile y confraternizaban. No era un espejismo. Era el poder del acid house.
Durante el año 1988 el movimiento entorno a este nuevo género tomó una dimensión estratosférica. El nombre popular con el que se conoció aquel verano da fe de ello: “The second summer of Love” (el primero fue el hippy de 1967 en San Francisco). Amor a raudales. En los campos, en las fábricas abandonadas, en medio de la nada: nacieron las raves. La música salió de las discotecas, emergiendo infinidad de fiestas al aire libre en cualquier lugar del país. Una auténtica revolución contracultural de carácter hedonista que congregó a multitudes. Los hooligans formaron parte de ella.
Nada dura para siempre y, en muchos casos, tampoco el amor. Varios fueron los factores que truncaron esta pacificación del hooliganismo. La escena rave murió por la intensa persecución policial. La cocaína substituyó al éxtasis como droga festiva y las puñaladas substituyeron a los abrazos. Los equipos ingleses volverían a Europa y se fundaría la Premier League, regenerándose el interés por el deporte rey. ¿Y los hooligans? Los hooligans retomarían paulatinamente su viejo camino y ya no lo abandonarían.
Artículo publicado originalmente en la revista española PANENKA