Massimo Palanca todavía asombra y emociona a más de un calabrés. Es introvertido, tímido, taciturno, lo opuesto a un prototipo de italiano que habla hasta por los codos y, casi siempre, en voz alta, a los gritos. Palanca es el ídolo más grande de la historia de la Unione Sportiva Catanzaro 1929, el club giallorossa de Catanzaro, una ciudad del sur de Italia que se levanta sobre tres montes imperfectos, con vista al mar Tirreno por el oeste y al Jónico por el este -uno más azulado, el otro más turquesa-, en la parte más estrecha de la península. Palanca es, entonces, el héroe de Pino Lostumbo, que es más calabrés di Catanzaro que la escultura de Il Cavatore en el comienzo del Corso Giuseppe Mazzini. Pero Palanca ya no juega en Catanzaro. Sigue contándose por los calabreses. El que nació, creció, y aún vive y trabaja en Catanzaro, la casa pasando el puente Bisantis y, a metros, la concesionaria Yamaha Lostumbo Moto, es Pino, el marido sesentón de mi prima argentina.
Recapitulemos: llegué a Catanzaro el mediodía del domingo 21 de octubre de 2018, en tren. Mi prima me esperaba con Pino. Me había dicho que bajara en Germaneto. Pero el cartel, en Germaneto, decía “Catanzaro”. Es una estación nueva, me dijo después, es la primera vez que venimos. Me bajé porque me avisó a tiempo la guarda de Trenitalia, una chica con gorra de maquinista, saquito y camisa, rulos negros y ojos verdes a la que le había indicado mi destino. Sólo estaban mi prima y Pino, nadie más que ellos. Me fui de Catanzaro el martes a las siete de la mañana. Subí al mismo tren en el mismo lugar de la misma estación. La misma chica me registró el boleto. En las menos de 48 horas que estuve en la tierra de la familia de mi viejo, a sabiendas de mi amor por el fútbol, Pino me nombró y renombró a Palanca. Supe de Palanca -y de todo lo demás- por la verborragia alegre de Pino.
A Palanca, me dijo como para abrir el fuego cuando empezamos a hablar del calcio italiano, lo llamaban “el Cruyff de los pobres”. Palanca jugaba con la camiseta número 11 del Catanzaro y, aunque era delantero, conducía al equipo como el holandés, desde cualquier porción de la cancha. Fue el artífice del último ascenso a la Serie A, en la temporada 1977/1978. En 1979, le metió tres goles de visitante a la Roma: el primero, olímpico. Palanca sumó trece goles desde el tiro de esquina en su trayectoria. Era, además del Rey de Catanzaro, Piedino di fata: Pie de hada calzaba 37. El botín izquierdo, a la vez, descargaba como un rifle automático. Después de un año en la Serie A, pasó al Napoli. Faltaba una temporada para que llegara Maradona. No le fue bien. Dicen que casi se retira, que se encerró en sí mismo a la espera de que lo llamaran para retornar a casa. Volvió en 1986. Catanzaro había bajado a la C1, la tercera categoría. Ascendió y, por un punto, no volvió a ascender a la Serie A en 1988. Ante Triestina, Palanca pateó un penal que pegó en el palo. Cuando el partido terminó sin goles, lloró camino al vestuario. Aunque quedaban 17 fechas, entró en una crisis nerviosa. Nunca se recuperó. Se retiró a los 37 años en 1990.
El escritor mexicano Juan Villoro dice que el fútbol sucede dos veces: en la cancha y en la mente del público. Había remarcado esa frase en Dios es redondo mientras lo leía en el avión. El día que llegué a Catanzaro pasamos con Pino por el estadio. Me señaló que, cuando era chico, había un árbol en plena tribuna, como si fuera un tifosi. Ahí iba con sus amigos. Pino terminó de jugar con su memoria mi última noche, frente a la pantalla de la computadora de escritorio, en el ático de la casa, cuando vimos un documental de la RAI con la historia de Palanca en YouTube. “Para hacer un gol desde una esquina hay que decir que se necesita la ayuda de otro compañero -masculla Palanca-. Por ejemplo, tuve la de Claudio Ranieri, que se paraba frente al arquero para que no viera la pelota”. Hay un fragmento de una entrevista en la Domenica Sportiva, un clásico programa de la televisión italiana. “Siempre calcé 37”, dice Palanca. El periodista trata de profundizar, de ir por más: “Todos los grandes capocannoniere tienen un pie pequeño, ¿por qué no se lo explicamos a nuestros televidentes?”. A Palanca le transpira la frente, apenas mueve el bigote tupido iluminado por las luces del estudio. “Primero que nada -responde- porque no creció, y luego porque tuve que adaptarme a la situación”. Inmediatamente aparece Piero Braglia, un compañero en los 70 y 80 de Palanca, sentado en la tribuna de la cancha de Catanzaro, con el árbol tifosi de fondo: “Aquí es una leyenda por la forma en que tuvo que lidiar con todo como persona”. Con todo es también con los catanzareses como Pino.
Palanca todavía conserva el bigote, aunque grisáceo y menos cargado. Es un mito viviente del calcio, un Trinche Carlovich a la italiana. Pino me contó que Palanca se alejó de Catanzaro, que selecciona juveniles en la región de Marche y maneja un negocio de ropa en Camerino, en el norte, cerca de Ancona, donde nació. Y se rió como un niño cuando en el documental dijeron il Cruyff dei poveri. Ahora, en Buenos Aires, investigo. Leo que en septiembre, un mes antes de que Pino me contara la historia de Palanca, el escritor Ettore Castagna publicó la novela Tredici gol dalla bandierina, un nombre inspirado en el récord de los goles olímpicos. Veo un análisis de un grupo de matemáticos que explica cómo dibujaba los ángulos goleadores desde el córner. Encuentro una foto de Andrea Pirlo posando con una remera con la cara de Palanca. Aún no le conté mis hallazgos a Pino. Lo que recordé es que, cuando yo era chico, unos quince años antes -o más- de que viajara por primera vez a Italia, Pino me mandó la camiseta del Catanzaro por intermedio de mi tía, y que nunca la usé porque me quedaba grandísima. La tengo, creo, en un armario en la casa de mis viejos, con los trofeos del baby fútbol y otras chucherías. Estoy a tiempo de rescatarla: es la camiseta de Massimo Palanca.
Esta nota fue publicada el 28 de diciembre de 2018 en Wing.