A diferencia de algunos hombres que transitan el fútbol con cierta elegancia, Paul Gascoigne jugó siempre como si estuvieran a punto de llamarlo a tomar la merienda. Con la alegría inocente de los picados, hacía travesuras infantiles, lúdicas y geniales. De tan inglés, no parecía inglés. Parecía, a lo sumo, un niño inglés. Y sonreía con cada pase y cada gol.
Los hinchas lo amaron enseguida por identificación, pero terminaron de idolatrarlo en un ámbito particular que prometía quedarle incómodo: el Mundial, ese torneo superprofesional de selecciones que supo recibirlo en Italia ’90.
Después de casi 25 años, Inglaterra ganó y avanzó hasta las semifinales. Parados en el futuro sabemos que no habrá una actuación igual de los británicos desde el título del ’66 hasta el día de hoy. Gazza no era el capitán de ese equipo, jamás podría haberlo sido, pero era su símbolo, el conductor desfachatado que llenaba de fútbol los partidos.
La semi era contra Alemania, y la perspectiva extemporánea era una final del mundo. Gascoigne venía riéndose como casi siempre cuando le llegó una amarilla por una patada a destiempo. Parecía sólo eso, una amonestación simple y llana, pero algo se quebró en ese momento el alma del volante. Desfigurado, agitado, paralizado, empezó a llorar sin consuelo. Esa tarjeta lo dejaba afuera de la final.
La cámara lo capturó de espaldas, sollozando, y develó el gesto del jugador que aparecía de frente, Gary Lineker. El delantero vio cómo Gazza se rompía y -en una imagen que se volvería icónica- se tocó el ojo derecho y torció el labio de cara a su DT Bobby Robson, mientras le hacía un gestito con la mano indicando que el bueno de Paul no daba para más. Pueden ver el detalle en este video.
Gascoigne fue atendido prácticamente como un lesionado, y tratado de manera acorde. Se abrazó a su DT y cuando el partido terminó en empate, todos pensaron que estaba bien que no pateara en la tanda de penales. Robson rozaba la idiotez, como demuestran las frases que alguna vez compilamos, pero entendió el dilema del hombre simple y lo mimó como a un hijo, con palabras sencillas.
Al día de hoy, esa imagen del crack llorando nos hace emocionar. Y lo hace porque es genuina. En un fútbol moderno lleno de fingimiento, uno puede leer la impotencia, el dolor, la autocrítica, la mugre, la depresión, el fastidio, la desesperación, el desánimo. Las lágrimas desaforadas no son las de un megalómano que se vio fuera del partido de su vida. Ni las de un hombre que daba la espalda a la historia de una final mundialista.
Más bien al contrario, parecen las lágrimas de un nene al que ya no lo dejan jugar a la pelota.