Lo que mata es el horario.
Yo no sé quién arma los calendarios en la FIFA, pero no se puede jugar a la pelota a la 1 de la tarde. Para tarde es temprano y para temprano es tarde, no me digas. No es que quiera hablar de mí, pero la situación me obliga: no hay manera de que me pase un bocado desde que me levanté esta mañana, por la inminencia del partido contra Bélgica. Si se jugara a la noche seguro que hasta hubiera dormido bien, y desayunado como suelo hacerlo acá en “Saudade”, la pensión que me sirve de centro de operaciones mundialísticas en Brasil. Pero no hubo caso, a la primera galletita de agua me atraganté, de los nervios. Ni hablar de aderezarle una feta del chorizo seco que me traje de Ameghino. Y tengo miedo de que la ansiedad me juegue una mala pasada justo cuando arranque la cosa y me quiera comer todo de golpe. Pero bueno, de última miro la repetición a la noche.
El tema me disparó la duda: ¿cómo se alimentan los jugadores el día del partido? Probé consultar a Mascherano pero no me atendió, capaz que estaba en el baño; pero no me iba a quedar con la intriga, así que en el segundo intento fui por un colega suyo: Ariel Potes, un cinco tapón que raspaba de lo lindo en Sarmiento de Ameghino, allá por los noventa. Podemos decir que Mascherano, justamente, se le parece un poco al Ariel: los dos actúan como jefes del grupo, arengando, retando, abrazando, lo que convenga en cada momento. En los vestuarios de la escuadra albiceleste ameghinense era conveniente no dejar el bolso abierto, si eras compañero: el Ariel podía meterte desde un sapo hasta barro pisoteado por los chanchos, lo que le viniera en gana. Una vez, incluso, se le dio por esconder al hijo menor del utilero en el bolso del Vasco Baleztena, el más talentoso y a la vez pulcro del equipo. Al Vasco le llamó la atención el peso mientras volvía a su casa, pero sobre todo que el bolso parecía tener vida propia. Dicen que tardó siete meses en devolverle el saludo al Ariel. Qué Vasco buenazo, yo no le hablo más.
Pero estábamos en otra cosa. Yo quería saber qué comían los bravos muchachos de aquel gran Sarmiento antes de las batallas, porque se notaba que les sobraban energías. Y el Ariel, el primero. “Mirá Andrés, a mí no me gusta desafiar a los médicos, pero no saben un carajo”, me atendió desde su casa esta mañana, mientras el olorcito de las medialunas se colaba por el teléfono. “El punto es que a nosotros nos obligaban a comer liviano antes de jugar, y para asegurarse nos hacían juntarnos en el quincho del club al mediodía. No salíamos de merluza o fideos, dependiendo de si esa semana había pasado el camión del pescador por el pueblo”, entró a darme detalles. “Pero yo no aguantaba, qué querés que te diga, yo estaba acostumbrado a comer firme en mi casa. Así que siempre me llevaba el tapercito escondido en la campera”, prosiguió. Le objeté la conducta poco profesional, indigna de un futbolista que llevaba la gloriosa casaca de Sarmiento, e incluso la cinta de capitán. Pero me quedó la duda de cómo hacía para comer a escondidas. “Fácil”, largó el resoplido, “yo me cambiaba despacio en el vestuario, y cuando los otros salían a calentar le entraba tranquilo a las milanesas de mi vieja. Fritas eh, las de horno son para maricones”.
Cada maestro con su librito.
Día 24. ¿Lo digo o no lo digo? Higuain se los fuma en Pipa.