La gesta de Antonio Rattín en Wembley, en 1966, es uno de los mitos más perdurables del fútbol mundial y el que más se ha resistido a las pruebas documentales que lo desmienten de cabo a rabo.
En un intento de anteponer el relato heroico –una dimensión onírica con sustento patriótico–, el propio futbolista se encargó de difundir, en contra de las escenas que las cámaras registraron con absoluto detalle, que, apenas fue expulsado en el célebre partido ante Inglaterra, cumplió la siguiente secuencia antiimperialista: se sentó un rato largo en la red carpet de la reina, le puso el pecho a una lluvia de ¡chocolates! y latas de cerveza (¡llenas!) que caía de la tribuna y, finalmente, estrujó la bandera británica que decoraba el palito del córner “hasta arrancarla”.
El aguerrido centrojás de Boca propuso esta historia cuando bajó del avión en Buenos Aires, hace 50 años, en una entrevista con el novel redactor de la revista El Gráfico Ernesto Cherquis Bialo, y la repetiría desde entonces casi sin tocar una coma. Ajeno a las filmaciones de la época, donde se lo ve caminando cansino en dirección a los vestuarios, sin hacer ninguno de estos ademanes. Salvo el apretón al banderín del córner, que nadie tomaría como beligerancia ante el coloniaje y la iniquidad deportiva.
De cualquier manera, la fecha de Wembley fue una muestra cabal de la moralidad de la derrota. Eso de perder con la frente alta, de morir con una conducta honorable y hasta altiva. Era una coartada más que elegante para un fútbol que aún se reponía de la masacre de 1958 y afrontaba con timidez las competencias internacionales, principalmente ante los cucos europeos. Perder por poco, no pasar papelón, como en Suecia, equivalía a una victoria de carácter moral.
Además, con la expulsión de Rattín también se inflamó una tendencia natural a la victimización. La caída argentina –y en cuartos de final, chupate esa mandarina– habría sido producto de una injusticia flagrante. Le diría más: de una injusticia organizada. Igual que cuando Maradona perforó la pelela en el control antidoping del Mundial de Estados Unidos.
En 1966, los enjuagues en las sombras habrían logrado que, mientras un referí inglés se ocupaba de Alemania-Uruguay (James Finney), un colega alemán, el satánico Rudolf Kreitlein, pitaría en Inglaterra-Argentina. Se suponía que los europeos se ayudarían mutuamente para limpiar a los sudacas. Sir Stanley Rous, a la sazón presidente de la FIFA, habría sido el operador de esta maquinaria montada para que la copa quedara en suelo inglés.
En esta trama se inserta la puñalada trapera de Kreitlein, quien, sin razón aparente (salvo la venalidad, claro), expulsó a Rattín en el primer tiempo, asestándole una herida mortal al equipo dirigido por Juan Carlos Lorenzo, que perdería 1-0 y abandonaría la competencia en cuartos de final.
En todo el Mundial, y sobre todo en la final, donde un arbitraje creativo le inventó un gol, Inglaterra hizo valer de manera enérgica su condición de dueño de casa. De ahí a inferir que Argentina quedó en el camino por el fallo discrecional de un referí, la distancia es larga. Si revisan el partido, comprobarán que Kreitlein, que quizá era un árbitro algo torpe y etnocéntrico (esa es otra cuestión) podría haber cobrado un penal, con todo derecho, durante la primera parte, con lo que hubiera favorecido de modo más directo y menos escandaloso al seleccionado local.
Rattín es de esos futbolistas que convirtieron un infortunio en el momento más significativo de su trayectoria. Así como a Delem, que al parecer era un crack, se lo asocia con el penal desperdiciado ante Roma, la principal contribución del Rata a la memoria colectiva es una expulsión. Curioso. Como si fuera la cumbre de su trayectoria. Lo que en otros se juzga –y se recuerda– como una deserción o una irresponsabilidad, en este caso equivale al rito sacrificial. Pero el cordero de Dios, capitán del equipo y mediocampista áspero, un Mascherano lungo y reo que para colmo llevaba la diez, no podía hacer mutis por el foro. Aceptar al castigo como un salame. Como si la rebeldía no bullera en sus venas. Tenía que inscribir su descargo en las barbas del poder. Entonces, según la narración oral, se cagó en la alfombra real, apretada síntesis de la expoliación.
En esos tiempos, el público argentino no quería ganar todo antes de que empezaran los torneos. No sufría la actual urgencia arrogante. Los hinchas de 1966 quizá no se distinguían de manera rotunda de los de 1951, cuando ingleses y argentinos se enfrentaron por primera vez. También en Wembley, y con una actuación inolvidable del arquero Miguel Ángel Rugilo. A pesar de la derrota, imaginada en base al relato radial, única fuente de opinión y emoción, la gente se agolpó en Ezeiza para darle una calurosa bienvenida a la Selección. Haber presentado batalla en territorio hostil era suficiente motivo. Rugilo no hacía más que simbolizar esa aspiración al heroísmo.
El dictador Juan Carlos Onganía, cuyo flamante gobierno acababa de arrancarle el reconocimiento a los Estados Unidos, evaluó que la Selección del Toto Lorenzo, aunque modesta de propósitos, acomplejada por arrastre y amiga de salir a empatar, ofrecía una propaganda aceptable para la Revolución Argentina (así la bautizó, así de pomposos y delirantes son nuestros militares) y recibió al plantel a su regreso. Quizá vislumbró en el énfasis táctico del entrenador un espejo de la disciplina castrense. El general habrá pensado que la eficacia y la valentía son atributos comunes de las buenas formaciones deportivas y los buenos ejércitos. No sé qué habrá dicho este hombre tan recto de Rattín, de la inconducta transformada en orgullo nacional.