En la mesa de un bar de Avenida La Plata y Metán, en el Boedo cuervo, Luis Pestarino cuenta una historia mística: “Y la tipa me clavó los ojos como quemándome”. Pestarino habla de una mujer que se encontró hace muchos años en el local de su cuñado, algo ocasional. “Y me dice ‘dígame, ¿usted es feliz?’. ‘¿Con mi señora? Al mango’. ‘¿Y en el trabajo?’. ‘Sí, soy segundo jefe de división en el banco’. ‘¿Usted juega al fútbol?’ ‘No, yo dirijo’. ‘Usted está muy triste con su carrera’. ‘Y… Yo veo que mis compañeros se fueron para arriba y yo sigo de línea…’. ‘Usted tiene en su camino una piedra para ascender. ¿Tiene fotos con los árbitros?’. Entonces se las di y las miraba, las miraba, las miraba… Y en un momento dice: ‘Ahí está, es la piedra’. Lo nombran a usted y éste lo bocha’”.
–¿Y quién era?
–El presidente del sindicato de árbitros.
–¿Cómo se llamaba?
–Que en paz descanse… “Bueno, vamos a hacer una cosa”, me dice la chica, “dentro de una semana va a tener novedades”. Y a los diez días asciendo de línea a Primera D; al poco tiempo, a Primera C; y luego, a Primera B. Hasta que llegué a Primera A. Ahí alcancé a mis compañeros: Goicoechea, Coerezza, Velarde, Duval Goicoechea…
–¿Y no sabe qué hizo esa chica?
–No la vi más, pero me sacó la piedra. Yo tenía un sistema para dirigir: “agua mansa que cae del cielo, fertiliza y da frutos; la que cae torrencialmente, destruye”. Con ese lema me ganaba a los jugadores sencillamente; les hablaba como un padre, sin levantar las manos, sin hacerles pasar vergüenza, y la tarjeta amarilla o la roja las sacaba como el sacerdote levanta la hostia.
Pestarino tiene 83 años y un gran sentido del humor. Su nombre nos mete en un tubo y nos lleva al fútbol de los ’60 y los ’70. Fue árbitro internacional durante catorce años. Dirigió hasta 1979, el último año de la era AJG (antes de Julio Grondona). Sin embargo, atravesó la etapa del eterno presidente de AFA como dirigente de Independiente. “Eso era un garito. Puedo escribir dos tomos de todo lo que viví. (José) Epelboim era el representante de Independiente en AFA. Lo mandaban Herminio Sande y Víctor López, que era de Dock Sud. Un día, ese Víctor López me puso en el vestuario un sombrerito chiquito al que le decían carajito. Y pregunto de quién era. Era de Víctor López. Lo agarré y lo tiré”.
–¿Y qué significaba?
–Ehhhhhh. Hay muchas cosas que mejor…Pero se equivocó conmigo. Mire, en este momento sólo le puedo decir que no le temo a la justicia de Dios por cómo me desempeñé en mi función como árbitro.
–¿Y tuvo muchos intentos de eso?
–Noooo, porque era muy querido. No lo intentaban.
–Cuando usted empezó, los árbitros no estaban bien considerados…
–Yo ingresé en 1953. Empezaba por primera vez el curso, porque estaba suspendido por los ingleses. Antiguamente, los árbitros eran designados por dirigentes de fútbol, y cada cual quería llevar harina para su costal. Fue un dirigente a Europa y contrató ingleses. Que no eran de las ligas europeas, sino de sindicatos –el minero, el ferroviario…– porque traer un árbitro de primera salía mucha plata. Los únicos eran Cox y Gibbs, pero duraron poco.
–¿Y entonces usted empieza a estudiar?
–Salió un aviso en el diario, y un compañero del banco me avisó y me lo propuso. Me insistió hasta que me convenció. Me dijeron ‘haga una composición’. Me preguntaron por qué quería ser árbitro. Y me mandé una carta larguísima. Yo me críe en el colegio Don Bosco, y cuando tenía 16 años estaba siguiendo la carrera de sacerdote, pero abandoné cuando mi mamá se quedó viuda y no tenía quién le tendiera la mano para comer. Y ahí dejé.
“Mostaza Merlo viene y me dice: ‘don Luis, ¿me deja pegar una patadita?’. Le contesto: ‘una y se terminó, una y se terminó’. ‘Sí, sí, gracias’. Va y le pega a Potente. ‘A usted se le acabó la cuota’, le dije”.
–¿Con el arbitraje ganaba buen dinero?
–No, era un refuerzo para comprarme un par de zapatos. Usted tenía muchas divisiones para dirigir, por ahí te tocaban tres o cuatro partidos.
–¿Cómo era esa época?
–Era el súmmum del fútbol. No me vengan con esto de ahora porque mejor no hablemos… En esa época había que dirigir todo. Ahora, un árbitro es internacional al año. Yo me tragué diez años para llegar. Y éramos nada más que siete, no diez, como hay ahora. Y la edad era hasta los cincuenta años. Pero, honestamente se lo digo, todo lo que hacía era por honor, y los demás se llevaban la guita. Los Juegos Olímpicos eran gratis. Nos daban diez dólares diarios para comer. En el Mundial de 1974, por todo concepto diario, me dieron cien dólares, igual que acá en el ‘78.
Pestarino dirigió dos Mundiales y los Juegos de Munich en 1972. En la madrugada del 5 de septiembre dormía en la villa olímpica cuando ocho palestinos, miembros de la organización Septiembre Negro, ingresaron al complejo, asesinaron a dos atletas israelíes y secuestraron a otros nueve. Exigían la liberación de unos 230 palestinos detenidos en cárceles de Israel. El intento de rescate terminó en una masacre: murieron los deportistas, cinco atacantes y un policía alemán. La película Munich, de Steven Spielberg, recrea esa cruenta historia.
–¿Qué recuerda de ese episodio?
–Nosotros estábamos hospedados en un edificio hermoso. Nos metieron a todos los referís, al Chato Velázquez, a Márquez, a mí… Había monstruos, como el belga Lodau, de Bélgica… De pronto, el Chato me dice “Luis, escuchá cómo disparan”. “Deben estar tirando tiro al blanco”, le respondo. Pero eran las cuatro de la mañana… Nos despertamos y vimos por la ventana. “No, están matando gente –me decía Velázquez–; no te acerques”. Y vi el momento que más me impresionó: un muchacho saltaba, para irse del edificio, sobre una ligustrina, y vi cómo lo calzaron”.
–¿Y cómo reaccionaron?
–Estuvimos charlando toda la noche porque no podíamos dormir. La culpa la tuvieron los alemanes, porque el lugar tenía distintas puertas. La distancia era de tres kilómetros por tres kilómetros. Eran todos departamentos, y la puerta principal estaba adelante. Entonces, ¿qué hacían los deportistas? Saltaban el alambrado para no caminar. Iban con el uniforme de sus países y, cuando los vigilantes los veían, no les decían nada. La Villa Olímpica había sido levantada en un campo donde se tiraban todos los escombros de la ciudad. Lo que ellos tenían que haber hecho si agarraban a uno saltando el alambrado era tomarle los datos, llevarlo con el cochecito y la próxima expulsarlo. No hicieron nada. Los palestinos vieron todo eso y se disfrazaron con los bolsos. Esperaron a que el guardia pasara, tiraron las armas y saltaron. Pero cometieron un error. Confundieron la bandera uruguaya con la israelí, y cuando escucharon hablar español salieron disparando. Los israelíes se avisaron entre ellos y cerraron las puertas, pero con la ametralladora no podés hacer nadsa…
–¿Cómo se vivieron los días posteriores? Los Juegos continuaron. ¿Y en la villa no se sintió en el golpe de lo que había sucedido?
–¿Quiere que le diga la verdad?
–Desde ya.
–Bueno, hay un refrán que dice que a rey puesto, rey muerto. ¿Usted cree que los europeos le dieron cinco centavos de trascendencia al hecho en la ciudad olímpica? Los únicos que le dimos importancia fuimos los curiosos sudamericanos. Los otros estaban haciendo prácticas de remo, de tiro, les importaba tres pepinos… Estados Unidos y la Unión Soviética fueron a rendir honor a los muertos. Yo no fui, porque era una sinvergüenzada. Si ellos lo sabían… La mujer que hizo todo el complot estaba en Bonn. Otros opinaban que había que suspender los Juegos, y yo les decía: “pero si fueron ustedes los que lo hicieron”. Pero bueno, así se terminó, lo más campante… Queda el sello de la tristeza, de la amargura y de la inoperancia.
–Dos años después volvió a Alemania para dirigir en el Mundial ’74.
–Estuve de línea en el partido inaugural entre Yugoslavia y Brasil. Con Holanda, estuve un partido como juez de línea. Eran pocos los árbitros… Ahora ponen 400 líneas… Además, dirigí Yugoslavia-Suecia. Hay mucha envidia entre los árbitros. ¿Usted sabe cómo asciende un árbitro? La barrita mía de amigos va a la esquina de Viamonte y empieza a decir “qué bien dirige Pestarino, qué barbaro”. Mentira, es para que la bola de nieve se haga grande. Y en el Colegio de Árbitros empiezan a revisar mi legajo. En este momento hay una mediocridad impresionante en el arbitraje de todo el mundo. Antes eran reyes. Usted veía dirigir a Kurt Chencher, el alemán, y era increíble. Y al otro también, y al otro también…
Estuve en un partido que fue vergonzoso entre la dos Alemanias. El Mundial 74 se jugaba por zonas y los de Alemania Occidental entregaron el partido. Ganó la Oriental 1-0.
–¿Qué otra cosa recuerda de 1974?
–Estuve en un partido que fue vergonzoso. Entre la dos Alemanias, en Hamburgo. El Mundial se jugaba por zona, y los de Alemania Occidental entregaron el partido. Ganó Alemania Oriental 1-0.
–¿Cómo sabe que fue así? –Yo estaba como juez de línea. Si ganaba, Alemania Occidental tenía que ir ajugar con Holanda una fase eliminatoria. ¿Cuál fue la picardía? Que al perder se la encontró directamente en la final. ¿Usted se cree que somos santos?
–No, claro. Después le tocó el Mundial ‘78.
–Ahí tuve una agarrada con el presidente de la FIFA, que me quería muchísimo. Yo tuve muchas satisfacciones. Tuve la satisfacción, por ejemplo, de charlar con Grace Kelly. Es que el árbitro en Europa era un gentleman. Nosotros estábamos en el palco. No como hicieron acá, en Argentina, que a los árbitros europeos los mandaron arriba de la tribuna.
–¿Y qué pasó con el presidente de la FIFA?
–Estando en el país Havelange y Abilio Almeida, vicepresidente de la CFB, me llaman a casa para invitarme a comer al Sheraton. Venía la elección de la Comisión Arbitral y tenían una duda entre Aurelio Bossolino y José Codesal, el mexicano. Le dije a Havelange: José Codesal. “¿Por qué no Bossolino?”, me respondió. “Menos averigua Dios y perdona”, le retruqué. Tiempo después, le dije a Havelange: “fui sincero con usted, pero usted conmigo no. En el Mundial ’74, todos los alemanes dirigieron partidos de FIFA. Aquí, el único argentino fue Coerezza. El resto, juez de línea. No puede ser. A usted lo pasaron”.
–¿Pero cree que lo podían pasar a Havelange?
–Sí. Alfredo Cantilo, el interventor de la AFA, y Oyuela, que era del Colegio de Árbitros, hacían lo que querían.
–¿Cómo fue la historia del hijo del dictador Roberto Viola que le tiró una bomba a su casa?
–Claro, fue así, la tiró al balcón de mi casa. Era el jefe de la barrabrava de Atlanta. Después me dijeron que lo echaron a ese sirvengüenza. En un Atlanta-Chacarita, faltando diez minutos, le di un penal a Chacarita. Cuando vuelvo a casa, mi nena estaba con una amiga estudiando para un examen. Yo estaba en el otro comedor tomando mate con mi señora. Y de repente siento la explosión. Pensé en las chicas, pero cuando miré tenía la ventana prendida fuego. Mi señora quería irse de la casa, pero yo agarré un trapo de piso empapado y le pegué a la persiana hasta apagar el fuego.
–¿Y cómo supo que era el hijo de Viola?
–Era él. Me lo dijo una vecina, que había visto pasar un Fiat 600 blanco, que daba vueltas y vueltas hasta que, cuando ella se metió adentro, paró para tirar la bomba. Era una molotov.
–¿Es cierto que Mostaza Merlo le pidió que lo dejara pegar una patada?
–Fue en un River y Boca. El árbitro, cuando hace sonar el silbato para que la pelota avance, tiene poder total. Antes, tiene poder discrecional. Tiene que informar. Viene a ser dios, pero en minúscula. Mostaza Merlo viene y me dice: “don Luis, ¿me deja pegar una patadita?”. “Una y se terminó, una y se terminó”, le digo. “Sí, sí, gracias”. Va y le pega a Potente. “A usted se le acabó la cuota. ¿Me entendió?”, le dije.
–River tenía otros jugadores bravos.
–A Roberto Perfumo no había que mirarlo a la cara, sino a los tobillos. Los jugadores terminaban los partidos poniendo los pies en agua con sal. Pero era buen pibe.
–¿Y el Estudiantes de Osvaldo Zubeldía?
–¿Sabés cómo le decía yo a ese equipo?
–No.
–Los criminales de Nüremberg.
–¿Qué hacían?
–Antes de un partido con River, en la época de Bilardo, Verón y Madero, en el tren que iba a La Plata digo “no, yo no voy a dirigir. Con estos no…”. El partido me ahogaba. Llegué a la estación City Bell y pensé en irme, en decir que me había descompuesto. Pero algo me dio una patada desde adentro y me dijo “seguí adelante”. Y en un córner, lo veo a Bilardo que se agacha. Voy y le digo “señor Bilardo, ¿me abre la mano?”. “No, no, no”. “¿Me abre la mano?”, insisto. Y la abre. “¿Y eso qué es?”. “Nada, una cábala que tengo”. Bilardo tenía tierra. En el córner se la tiraba al arquero. Pero afuera de la cancha eran buenos muchachos.
–San Lorenzo también tenía jugadores difíciles.
–En un partido me pongo a contar los jugadores. Y le digo al línea: “hay diez en la cancha”. Llamo al capitán Albrecht y le comento eso: “perdóneme, señor, ustedes tienen diez jugadores, les falta uno”. Y Albrecht cuenta. Mira, mira, mira y faltaba Casas. ¿Sabés lo que le habían hecho los atorrantes de Veira, el Loco Doval y Cocco? Le habían atado el brazo izquierdo a una puerta. El único que tenía. ¡En el vestuario! Cuando vino, le pregunto “¿qué le pasó?”. “Nada, estos sinvergüenzas me ataron el brazo”. Esas cosas hacían.
Pestarino se levanta de la mesa del bar. En la calle, el compañero Fabián Mauri le hace unas fotos. Camina lento, apoyándose en un bastón y acompañado de su hijo. “Lo tengo por las dudas, sin el bastón voy bien”, aclara. Y antes de llegar a la esquina, saluda y se ofrece para otras historias. Todavía tiene más.
Publicada en UN CAÑO #40 – Octubre 2011