Juan Carlos Biscay apoya la pava sobre la hornalla para preparar el café mientras cuenta cuando, quince años atrás, el teléfono de su casa de San Fernando dejó de sonar. “Se rompió”, bromea. Es curioso, pero se piensa poco en el retiro de un árbitro: en el día después de colgar el pito y guardar en un cajón las tarjetas rojas y amarillas. Una vez lejos de la cancha, alguno se recicla dentro del fútbol, pero la mayoría queda afuera. Con los jugadores, es cierto, pasa lo mismo, aunque ahí la vida útil se les alarga, sobre todo como entrenadores. Por otra parte, si tuvieron un buen paso, les queda el reconocimiento y una cuenta bancaria abultada. Aunque en un universo de millones de futbolistas, hay que decirlo, son pocos esos casos. En el caso de los árbitros, para peor, abandonan la actividad después de llenarse de puteadas y teniendo que sostenerse con otro trabajo. Al menos, la mayor parte de ellos porque, también es cierto, todo es relativo y siempre hay excepciones. Juan Carlos Biscay es una excepción. Fue jugador y árbitro internacional. Se retiró en 1995 y, al poco tiempo, se dedicó a analizar a sus antiguos colegas en las páginas del diario Olé. También fue ayudante de campo de su amigo Ricardo Calabria y, más tarde, director técnico. O sea: no parece que haya tenido mucho tiempo para la depresión del adiós. Y si la tuvo, ni se le nota: sus frases, cada tanto, encierran una broma y se coronan con una risa contagiosa. Será porque, como revela, su padre le regaló a los cuatro años una pelota con alas que le permiten seguir volando. Hasta estos días.
–¿Así que es difícil el retiro?
–Es durísimo, porque vos te acostumbrás a una forma de vivir y la incorporás. No sé si está bien o mal. Puede ser el ego. Pero es normal. Vos estás en contacto, te llaman, y después sonaste… Con Lamolina nos habíamos dado cuenta de que el ambiente del arbitraje es muy cruel con el retiro. Los que dejaban de dirigir, desaparecían. No iban más. Son raras excepciones los veteranos que van al sindicato. Y era duro para el tipo que venía, eh. Pasaba y no lo conocía nadie.
–¿No es lo mismo que el jugador?
–No, es casi tajante. Si vos no te dedicás a otra cosa además del arbitraje, sonaste. Es duro, muy duro.
–Usted fue jugador, ¿era wing izquierdo?
–En las inferiores de Independiente debuté como wing izquierdo. Yo era un zurdo hábil (risas). Como soy viejo, fui a buscar los antecedentes a la Biblioteca Nacional (más risas). Porque de lo contrario no te cree nadie. En la década del 70, gambetear a cuatro tipos era normal. O a cinco. Yo jugaba en Sportivo Barracas, en la D, y una vez en la cancha de Arsenal así fue. Desde el medio, gambeteé a cinco. O a seis (carcajadas). ¡Vamos a hacerla más grande! (Biscay mostrará luego los recortes que acreditan la historia).
–¿Hizo toda la carrera en el Ascenso?
–Sí, como futbolista sí. Estuve en Barracas, después pasé por El Porvenir, Deportivo Italiano, Colegiales, Acassuso… Evidentemente, la locura estaba. Y sigue estando, aunque no puedo jugar más. Antes, teníamos el equipo de los árbitros y los lunes eran sagrados. Un día vamos a jugar un amistoso contra periodistas de La Plata y nos ponen de preliminar en un Gimnasia- Argentinos Juniors. Y fue un quilombo, porque Gimnasia quería contratarnos a Lamolina y a mí como futbolistas.
–¿Por cómo jugó ese día?
–¡Claro! El presidente de entonces se enganchó. Era Héctor Delmar, un tipo piola, y empezó a hacer declaraciones. Yo me cagaba de risa, porque tenía 34 años. A esa edad, ya era una locura. Y quedó ahí.
“Soy de Boca. Ahora ya prescribió. Y fijate los rayes de cada uno, ¿no? Porque yo era más exigente con Boca. No era injusto, pero era más exigente”.
–¿Y cómo pasó de jugador a árbitro?
–De casualidad. Yo había escuchado a un técnico decir que si a los 20 años no tenés una proyección importante, es difícil seguir. El fútbol es cruel. Yo tenía 21, 22 años y había firmado para Colegiales. Y un día voy a la casa de mi vieja y mi hermano me señala a un vecino que había sido árbitro. Y nos enganchamos. Él todavía estaba dirigiendo en ligas del interior y conocía al director de la Escuela. Cuando entré a la AFA, me iba escondiendo. Porque para el jugador, el árbitro es un vigilante. Era una deshonra (risas). Pero me anoté. A los pocos días del curso me encontré con el Flaco Lamolina y con otro muchacho del barrio, y ahí empezamos. El primer día que fuimos a dirigir, casi me agarro a piñas.
–¿A la primera puteada?
–A la primera puteada. Tenía que hacer de línea. Pero pasaban los jugadores, me decían algo y quería largar el banderín a la mierda.
–¿Con Lamolina ya se conocían?
–De pibes. El vive cerca, en la zona, y jugábamos al fútbol. Fuimos juntos al industrial durante el Secundario y jugábamos al fútbol por acá. Él tenía antecedentes familiares con el arbitraje. Pero los que jugaban conmigo al fútbol no podían entender cómo fui árbitro. Me peleaba mucho. Un día lo voy a ver Ricardo Calabria a un Español-Ferro. Había un tipo en platea que lo puteaba y lo puteaba. Yo estaba adaptado al insulto, así que no le daba bola. Pero a los 20 minutos ya un poco me rompía las pelotas. Lo miro y el tipo me dice: “¿lo estoy fastidiando, Biscay?”. “Un poquito”, le digo. “¿No se acuerda de mí?”, me pregunta. Y me muestra la cara: “¿se acuerda de esto?” Y se me vino a la mente algo de veinticinco años atrás, un partido en José León Suárez, un intermunicipal que yo lo jugaba clandestino porque era profesional. Ahí, en un partido, el árbitro me hizo callar porque estaba discutiendo con un compañero. Le protesto y el tipo me saca amarilla. Le sigo protestando y me saca roja. Y le pegué. Le partí la ceja. ¡Se armó un quilombo de aquellos! Nos corrieron con la Policía. ¡Y era este tipo! (risas).
–¿O sea que le pegó un árbitro?
–Le pegué. Me tenía merecido lo que pasaba en la cancha de Español. Y a Matías, mi hijo, la FIFA lo suspendió por dos años por lo mismo cuando estaba en las inferiores de River durante un campeonato en Colombia. No sé a quién habrá salido…
–En casa de herrero.
–¿Y qué le voy a decir? Pero me pegué un cagazo bárbaro esa vez, porque en Colombia estaba fulero todo.
–¿Es cierto que fue el primer argentino en haber sido jugador, árbitro y técnico?
–No lo sé. Pero sí hubiera sido único en la historia con el debut de Matías (su hijo salió de las inferiores de River y actualmente es ayudante de campo de Marcelo Gallardo en Nacional de Montevideo).
–¿Por qué?
–Porque viene un día del entrenamiento, nos quedamos tomando unos mates acá y me dice “Babington me pregunta si tenés algún problema con que me ponga en la Primera”. ¿Sabés lo que es eso? Que él debute en Primera…
–Era una pregunta rara
–Sí, él venía de la suspensión y justo se jugaba un amistoso en Mendoza, un Boca- River. Y me dice “pero vos vas a ser el árbitro”. Eh, bue, ah… Empecé a tartamudear… ¿Pero qué problema iba a haber? ¡Hubiera sido único! Lo iba a poner, pero unos días antes lo echaron a Babington, asumió Héctor Pitarch y para cuidarlo no lo puso. Hubiera sido histórico. Ganamos 2-1 ese día, esteeeee, yo dirigí, esteeeee, y ganamos 2 a 1 (risas).
–Usted no es de River
–Noooo, la cazaste, eh, ja ja ja. Soy de Boca. Ahora ya prescribió. Y fijate los rayes de cada uno, ¿no? Porque yo era más exigente con Boca. No era injusto, pero era más exigente. Mirá, yo siempre digo que mi viejo me regaló una pelota con alas a los cuatro años, me subí arriba de esa pelota y chau… Y sigue funcionando, eh. Lo de Matías, lo del más chico, que está haciendo el curso de árbitros.
–¿Y tenía complicidad con el jugador por su pasado?
–Sí, una vez me pasó algo con un futbolista de Huracán, no recuerdo el nombre. A los diez minutos lo puteaban hasta los familiares. Tiraba un pase largo y lo puteaban. Y yo le decía “jugá corto”. La primera que tuvo se la dio a un compañero. “Bieeeen”, le decía. “¿Viste? Muy bien”. Y era bárbaro, porque el tipo estaba destruido y a la media hora ya no lo puteaba nadie. Cuando terminó el partido vino corriendo y me abrazó llorando. Me emociono hasta hoy.
–¿Y es cierto que usted le aconsejó a un arquero dónde tirarse en un penal?
–Sí (risas). Después me vendió, el hijo de puta (más risas)… Porque lo contó. Fue San Lorenzo-Belgrano de Córdoba. El arquero era Oscar Passet. Yo cobré un penal, y siempre hay protestas. Entonces, le dije “lo cobré para hacerte lucir, Flaco, tomátelas”. Y le señalo “tirate a la derecha”. El que pateaba era Luis Artime, si llega a leer esto me va a matar (risas).
–Ya prescribió
–Sí, claro. Y vos sabés que se tira a la derecha y la ataja. Después me pasó algo parecido en un Independiente-Boca, con Diego Latorre. Agarró la pelota en el medio y le dije “abrila a la derecha y andá al segundo palo”. No sé si me dio pelota, pero fue gol.
–¿Y encima después de todo eso fue periodista?
–Tampoco la pavada (risas). Cinco años escribí en Olé, me llevó Mariano Hamilton. Me mandaron al Mundial de Francia. Lo mío eran las vivencias con el tema del futbol, que es mi idioma, más esa cuota de buen atorrante que me enseñó la calle. Y me llevé gente conmigo, filósofos, gente preparada, y armé un equipo. Y la cosa funcionó.
“Hay árbitros que no conocen el espíritu de las reglas, y muchos directamente no conocen las reglas”.
–¿Y no tuvo ningún cruce?
–Hubo varios. Pero relativos e indirectos. ¿Sabés por qué? Porque yo no inventaba nada. Cuando se me piantaba alguna cosita, ahí saltaban.
–¿Por qué nos acordamos de los árbitros de la década del ‘80?
–Por el amor, por el afecto, esos años pasaban por ahí, fundamentalmente. El capitalismo nos cambió la cabeza como sociedad, nos hizo pelota. Hoy la guita es más importante que todo.
–¿El negocio perjudicó al arbitraje?
–Perjudica a la sociedad, pero no sé si estoy hablando así por la edad. No lo sé.
–¿Usted disfrutaba del partido?
–¡Pero no tengas dudas! Lo disfrutaba y eso significaba ser libre. Los errores de los árbitros son por tres grandes causas: físicas, técnicas o psicológicas. No es lo mismo para un árbitro dirigir en la cancha de Sacachispas que en la cancha de Boca. Es irrepetible, cada uno de nosotros tiene sus rayes, y la resolución de una situación es un factor de segundos. Si no estás bien en lo físico, no llegás a la jugada, te quedás a contramano y no llegás. Y lo técnico es porque hay árbitros que no conocen el espíritu de las reglas. Y muchos directamente no conocen las reglas.
–¿Y quién reunía esas cualidades?
–Para mí el fenómeno de conducción era Ricardo Calabria. Técnicamente no era muy bueno, por ahí se le pasaba algo (risas), pero era tan grande la conducción del grupo que era un fenómeno. Extraordinario. Arturo Ithurralde era técnicamente un adelantado, muy inteligente. El Flaco Lamolina trasladaba a la cancha lo que discutían en la previa, lo que charlaba, y hay que estar bien de la cabeza para eso. ¿Sabías que a mí me sobornaron?
–No, ¿cómo fue eso?
–Muy pelotudo. Mi primer maestro fue Francisco Gómez. Nos habló del soborno quince minutos en una clase. Nos puso los pelos de punta. Nunca más… Hablar de eso era agarrarte a trompadas. Una vuelta me tocó dirigir en Córdoba. En el hotel recibí una llamada. Un hombre me dijo que era el tío de Ángel Coerezza, el director de la Escuela, y me preguntó si yo le podía llevar una carta a su sobrino. Ningún problema. Cuando vamos a la cancha, estábamos el veedor, los jueces de línea y yo. Y entró un viejito que era parecido a Nathán Pinzón, se presentó y me dio un sobre. No me gustó nada, así que se lo di al veedor para que lo revisara. ¿Qué había adentro? Una carta. En el partido no hubo problemas, y el lunes volví y se la llevé a Coerezza. Y pasó… A los dos meses, me llamó y me dijo que estaba todo mal, que la carta que le había llevado me había vendido. Y le expliqué que la había visto el veedor, que la habían visto los líneas. Pero me dijo “no importa, los que estaban alrededor vieron que te entregaron un sobre. ¿Y qué creés que piensan?” ¿Y qué pueden pensar?
–¿Y entonces qué pasó?
–No pasó nada. Pero esto tiene una lectura, una observación: hay lugares específicos en los que no puede estar cualquiera. Porque otro hubiera dicho “no, yo no conozco ningún tío”, y listo. Imaginate si hubiera habido un conflicto. Pero en cada lugar tiene que haber personas diferentes que tengan la capacidad para manejar situaciones.
–¿Y Coerezza no le dijo más nada?
–Nunca más me dijo nada. Coerezza debe haber estudiado y analizado el tema. Y creo que debe haber advertido que no había pasado nada.
Ahora, con el bigote más recortado y más canoso que en sus tiempos de árbitro, Biscay –apellido vasco-francés, significa “ladera de montaña”– sale a los fondos de su casa para las fotos que le hará el compañero Fabián Mauri. “Este lugar es el sueño de mi vieja, porque yo soy de acá abajo, de las vías, no tenía una moneda para el colectivo”, cuenta este hombre que, si pudiera elegir de nuevo, volvería a ser jugador de fútbol. Volar sobre la pelota. Porque para el deseo no existe, jamás, la despedida ni el adiós.