Tal vez ni los cinco campeonatos del mundo ganados por Brasil sean suficientes para sepultar definitivamente la pesadilla de 1950. Para reponerse del golpe de aquella final cuyo mito se agiganta con el tiempo.
El sistema de clasificación era otro y a Brasil le bastaba un empate para alzar la copa. El Maracaná colmado era un jugador adicional que no pateaba al arco pero empequeñecía a cualquier rival. Estaba la mesa servida para la bacanal. Pero Uruguay, lejos de achicarse por el escenario cuesta arriba y el 0-1 que parecía condenarlo, fue al frente con la obstinación de los desesperados hasta lograr el 2-1 con gusto a milagro.
La gesta quedó en la historia como el Maracanazo y fue acaso el más serio daño a la autoestima deportiva brasileña, un golpe que se transformó en tristeza sin fin. Pero Brasil supo combatir cualquier atisbo de complejo gracias a una generación inspirada que comandó Pelé.
Los torneos organizados por la FIFA habían regresado luego del paréntesis forzoso ocasionado por la Segunda Guerra Mundial. La Unión Soviética y los Estados Unidos, ambos vencedores en la contienda planetaria, jugaban a repartirse el mapa, en una pulseada por imponer sistemas políticos antagónicos que sin embargo coincidían en su conducta expansiva.
Esta actitud de las dos máximas potencias recibió el nombre de Guerra Fría y diseñó un mundo bipolar que perduró hasta finales de los años ochenta, cuando se produjo la implosión de la URSS.
En 1950, este ajedrez que llevaba cinco años de estudio mutuo y fobias recíprocas, emergió de manera sangrienta en Corea. Allí, las tropas soviéticas ocupaban el norte del paralelo 38, mientras que los Estados Unidos se habían quedado con el sur, según la repartija fijada al cabo de la Segunda Guerra Mundial.
Corea del Norte intentó invadir a su vecina y desencadenó una lucha que duró tres años y que fue, con sus decenas de miles de muertos, una prueba de fuerzas, un tanteo de parte de las dos superpotencias, que se repetiría a lo largo de los años en distintos escenarios.
El conflicto de Corea marcó la aparición internacional de otro gran jugador, China, que apoyó a Corea del Norte. En octubre de 1949, Mao Zedong, vencedor en la guerra civil entre comunistas y nacionalistas, proclamó la República Popular China, que se alineó con la URSS, aunque no por mucho tiempo.
La alianza se fue deteriorando por el temor soviético a un crecimiento desmedido de los chinos y Mao terminó refiriéndose a la política de sus antiguos amigos como socialimperialismo, lo cual los igualaba a los Estados Unidos. Había surgido el tercero en discordia.
Una de las manifestaciones más notorias -y duraderas- de la Guerra Fría en occidente fue la prédica de un fanático norteamericano, senador por el estado de Wisconsin, llamado Joseph McCarthy. En su afán de encontrar comunistas ocultos, impulsó una célebre caza de brujas en los ámbitos más variados. Desde los despachos oficiales hasta los medios de comunicación.
Todo el mundo, para McCarthy, estaba bajo sospecha de colaborar con el enemigo. Sus listas negras sembraron el terror y la pérdida del empleo de innumerables trabajadores. La persecución tuvo especial resonancia en el mundo del espectáculo, donde muchas estrellas pasaron a cuarteles de invierno.
El apellido del senador derivó en un sustantivo que resume no solo el anticomunismo cerril sino la paranoia y la intolerancia. Quizá la víctima más seria del “macartismo” fue el matrimonio Rosenberg, ejecutado en la silla eléctrica en 1953. Pesaba sobre Julius y Ethel Rosenberg la acusación de filtrar secretos nucleares a los soviéticos. Las pruebas en su contra eran débiles, pero el aire de época, por así decirlo, hizo lo suyo. La Guerra Fría mataba de distintas maneras.