Con el campeonato organizado por Suecia en 1958 comenzó el ciclo hegemónico de Brasil, que ganaría también los Mundiales de 1962 y 1970 bajo una misma tutela, la de Pelé. Con apenas 17 años en aquel torneo, su aparición deslumbrante fue el puntapié inicial en la construcción del primer gran icono del fútbol. El primer monarca de una serie que continuarían Maradona y, en estos días, Messi.
En ese año se produjo otro hecho inaugural, aunque de distinta relevancia: el desenlace, en el campo de batalla de Santa Clara y bajo el mando del Che Guevara, de la larga lucha en pos de la Revolución Cubana. Un cimbronazo en el mapa de América cuya onda expansiva afectó al mundo entero y fue una bisagra política en el siglo XX.
Al influjo de la Guerra Fría y por simples razones de supervivencia, Cuba abrazó el socialismo prosoviético. Pero tal alineación no borra el fundamento libertario y romántico (se hablaba del “hombre nuevo”) de aquellos guerrilleros barbudos que, antes que al bronce, pasaron al póster. A la bodega de los pertrechos juveniles.
Fidel y el Che no solo se convirtieron en paradigmas revolucionarios, en líderes que abonaron la transformación de un país hasta allí sometido al hambre y la humillación; también resultaron estandartes de una rebeldía transnacional. La imagen de una nueva cultura, que influyó en el lenguaje utópico de fenómenos tan distantes como el Mayo Francés.
En diciembre de 1958, la aventura que comenzó con la llegada del Granma a la isla de Cuba y continuó con la trinchera en la Sierra Maestra se aproximaba al final. Durante esa etapa, los insurgentes, organizados como Ejército Rebelde, le habían dado forma a una red revolucionaria que incluía cultivo de alimentos, la impresión de un periódico y hospitales de sangre, entre otros recursos desarrollados a pulmón. Pero la base de sustentación de los guerrilleros era el respaldo popular.
La dictadura de Fulgencio Batista, quien había tomado el poder mediante un golpe en 1952 y funcionaba como un siervo de los intereses estadounidenses, estaba averiada. Pero aún conservaba cierto poder de fuego y la esperanza de una intervención oportuna de su patrón del norte.
El enfrentamiento decisivo se trasladó al corazón de Cuba, a la ciudad de Santa Clara, 270 kilómetros al este de La Habana. El baluarte de las tropas de Batista era un tren blindado de 22 vagones, pensado como un centro de operaciones, donde más de 400 efectivos e ingenieros militares controlaban un poderoso arsenal. Las tropas revolucionarias, conducidas por el Che Guevara, colocaron el foco en este cuartel rodante. Y en articular el apoyo de la población civil.
El 28 de diciembre comenzó la batalla. Las fuerzas revolucionarias lograron hacerse fuertes en distintos puntos de la ciudad, pero el objetivo primordial era el emblemático tren en el que el ejército de Batista cifraba sus expectativas de victoria. A falta de armamento sofisticado, alcanzaron las molotov para doblegar a los oficiales de la dictadura, luego de que el Che decidiera hacer descarrilar el tren.
El 30 de diciembre se rindió Santa Clara, posición estratégica que abrió las puertas de la revolución. Se declaró la huelga general en toda Cuba y el primer día de 1959, tras la huida de Batista, los guerrilleros triunfantes ingresaron en La Habana formando una caravana épica.
“El tren blindado florece su estampa de hierro / desde que aquella guerrilla le molió la sien / descarrilado por un manotazo del pueblo…” Silvio Rodríguez, el mejor reportero de la Revolución Cubana, compuso “El tren blindado” en homenaje a la batalla crucial. Pólvora y poesía, una alianza que el Che y sus compañeros alimentaron generosamente.