El Mundial de Chile de 1962 fue una cita desabrida en la que el fútbol brilló por su ausencia. Pelé, el joven maravilla impulsado al firmamento deportivo cuatro años antes, se lesionó enseguida y vivió la mayor parte del torneo como un espectador. La gran atracción fue reemplazada por Amarildo, pero el que se comió el Mundial fue el genial e indescifrable Garrincha, otro emblema de la plasticidad de Brasil, una selección que afirmaba su predominio internacional.
Los brasileños dieron otra vuelta olímpica, luego de ganarles la final a los checoslovacos. No obstante, aquella competencia no suele evocarse por el brillo del campeón sino por la aspereza de los partidos. El fútbol estaba dando un giro violento en detrimento de la producción de goles. Pero la FIFA tardaría un buen tiempo en encaminar el reglamento y reforzar el celo de los arbitrajes para no matar a la gallina más fecunda de los negocios globales.
Aunque mucho más conservadora que las autoridades del fútbol, la Iglesia Católica sí detectó la necesidad de un cambio que la integrara mejor a un mundo dinámico.
Por iniciativa del papa Juan XXIII, en 1962 dio comienzo el Concilio Ecuménico Vaticano II, que modernizaría radicalmente a la Iglesia, dándole un perfil más flexible y democrático.
El encuentro rompió con el eurocentrismo dominante (como nunca, entre los 2.500 padres conciliares hubo una participación sustancial de americanos, africanos y asiáticos), abrió el diálogo con otras confesiones, alentó con énfasis a los católicos laicos a participar de la Iglesia y, el ajuste más notorio, popularizó la liturgia.
Hasta entonces, la misa se celebraba en latín y el sacerdote les daba la espalda a los fieles. “La liturgia no debe ser un precioso objeto de museo, sino la oración viva de la Iglesia”, decía el llamado “papa bueno”, Angelo Roncalli, quien supo advertir el aislamiento al que conducía el tradicionalismo.
La jerarquía católica miraba de soslayo la libertad religiosa, los postulados culturales de la modernidad y los logros científicos que contradecían su estrecha visión de la vida. Es cierto que aún polemiza con ciertas ideas y prácticas extendidas, en especial las que se refieren a la sexualidad, pero aquel multitudinario encuentro le permitió rectificar muchos gestos de intolerancia y autismo.
Si bien no produjo cambios doctrinarios sino que estuvo centrado en la tarea pastoral, el Concilio Vaticano II fue un punto de inflexión en el catolicismo y sus consecuencias todavía se palpan. El anciano Juan XXIII, máxima autoridad de la Santa Sede desde 1958, no llegó a ver la culminación de su obra, ya que murió en 1963 y el Concilio tuvo su cierre en 1965, bajo el mandato del papa Pablo VI.
El aire renovador llegó con fuerza hasta Latinoamérica. La voluntad de fundar “una Iglesia de los pobres”, como pretendía el papa Roncalli, penetró con profundidad en una región en la que el capitalismo exponía su versión más salvaje. La Conferencia de Medellín, donde se reunió el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en 1968, elaboró un documento en el que revisaba el rol social de la Iglesia en cada país y denunciaba la explotación de los países centrales. Los obispos también afirmaron su compromiso social y un ejercicio del sacerdocio codo a codo con los más necesitados.
Tal desplazamiento hacia la izquierda para establecer las prioridades pastorales se conoció como Teología de la Liberación. Una forma de militancia que tal vez no previeron los mentores del Concilio Vaticano y que le dio a la Iglesia un espesor ya no piadoso sino revolucionario como nunca antes. Y como nunca después.