No me gusta nadar; me gusta sí haber nadado, que es muy distinto. Mientras estoy en el agua y repito las brazadas como un autómata –mi repertorio de estilos es limitado–, el aburrimiento me doblega. Es peor que la corriente en contra en un río inquieto. Eventualmente, algún pensamiento feliz me hace abandonar de manera fugaz el conteo de piletas, tema excluyente de mis pensamientos subacuáticos: una, dos, tres, veinticuatro, veinticinco… Se hace largo.

En cambio, cuando ya pasó todo y me visto serenamente al cabo de la ducha, la sensación es gratificante. Celebro haber ido al club y haber soportado el tedio con templanza. Imagino mejoras en mi apocada musculatura, el espejo me devuelve una imagen saludable y me creo que el fastidio lumbar que me impide agacharme cederá en cualquier momento. Pues soy un nadador terapéutico; cumplo una penitencia dictada por los traumatólogos. Nado para que mejore mi columna. Y, en el preciso instante en que dejo de nadar, me felicito por hacerlo. Nunca antes.

Sospecho que algo similar ocurre con los partidos de fútbol. Han dejado de ser espectáculos placenteros, el puro presente del teatro deportivo, para convertirse en objetos de estudio. Lo importante no es que se está jugando ahora, y que ahora podemos degustar los encantos técnicos de quienes los tienen y abrirnos a las emociones que produce la cancha, aunque seamos hinchas de sillón, cerveza y papas fritas. Con todos los sentidos invertidos en la experiencia. No, el partido es una excusa de la disección posterior. Lo que cuenta es que ya ocurrió, no importa cómo, y que por fin llegó el momento de la erudición periodística, de las interpretaciones y las hipótesis.

Veamos un caso reciente: River y Boca jugaron un partido insípido, tirando a triste. Si algo sobresalió es el indebido uso que hace Alfaro de las inversiones cuantiosas de Boca, al que hizo jugar con la dignidad de un rejuntado. Angelici podría reconvenirlo: para estrategias de supervivencia, con impetuosos y baratos juveniles de la casa es suficiente. El fiasco, sin embargo, lejos de recortar las horas hombre destinadas al análisis pormenorizado, pareció intensificarlas. Como si el déficit de la oferta futbolística reclamara un esfuerzo extra –y el consiguiente lucimiento– de la palabra crítica. Los partidos malos son muy buenos para los analistas. La retórica pretende reponer el vacío. En cambio, con encuentros vertiginosos y dramáticos, la cátedra pierde protagonismo. Poneme el partido de nuevo, qué me importa la reconstrucción forense del retroceso de la defensa de River ante eventuales contrataques. O una exposición, tácticamente muy fundamentada, de las opciones de Alfaro para remediar en el futuro la intrascendencia ofensiva por el flanco derecho.

Este antecedente pobre, entonces, no empobrecerá la expectativa con vistas al choque de la Copa Libertadores. Los precios pornográficos de las entradas que ya salieron a la venta tienden a confirmarlo. Por el contrario, volverá exuberante ese subgénero llamado la previa –habrá una previa de casi un mes– y que a mí me gusta llamar, un poco borgeanamente, debate conjetural. A falta de información novedosa y relevante, los comentaristas llenan sus reportes de escenas imaginarias, presunciones que varían según las alineaciones y los dibujos posicionales que ellos mismos postulan como posibilidad. Es un juego, claro. Otro más. El famoso juego sin pelota, al que se le reconoce tanta importancia en el fútbol y que, se ve, tiene una desbordante vitalidad.