Lo que ocurrió ayer es el corazón de la política. De esto hablamos cuando la discutimos y construimos una posición que nos coloca de un lado o del otro. El centro, el fin primero de la política, es transformar la vida de las personas para bien (o para mal) y cuando evaluamos proyectos y procesos políticos como el kirchnerismo, el macrismo o el que sea, es en éstas cuestiones en donde hay que detenerse. Porque el sistema representativo que elegimos es el que moldea -en gran parte- el tipo de país en el que vivimos, con más o menos derechos.

Se escuchó mucho en el recinto y del lado celeste que la política “está para unir a los argentinos”, como si ese fuese un enunciado inocente. Las diferencias sobre en qué país queremos vivir existen y vienen desde los inicios de nuestra conformación, por más que el pelotudo de Lanata crea que el concepto “la grieta” lo inventó él. Unitarios y federales, peronistas y radicales, kirchneristas y antikirchneristas. Pero, ojo, no es casual que este sentido común tramposo del “unámonos todos juntitos”, que te normatiza la cabeza y te confunde, invada la cancha y se cuele cada vez que advierte la más mínima fragilidad social y política.

Las últimas semanas, antes de la votación en senadores, comenzó a circular un volante con una ilustración donde una chica con pañuelo celeste se abrazaba con otra que llevaba uno verde. La leyenda rezaba: “respeto”. Sabiendo de antemano que los porotos estaban de su lado y que esta ley jamás vería la luz, los autodenominados “pro vida” jugaron a ser democráticos.

¿Cómo puede ser democrático avalar formalmente que se sigan muriendo mujeres? ¿Cómo alguien puede asignarle a un embrión más entidad que a una mujer con ideas, sentimientos, amigos, quizás hijos?

Hay mil preguntas y ninguna resiste el menor análisis. Pero lo que resulta más enardecedor, creo, es esto de que los tenemos que respetar y caminar juntos de la mano. Está bien que son graciosos, eso no se puede negar. Afirman con la cara fresca que hablan con Dios, que los fetos son ingenieros, que las violaciones no son tan así y la lista sigue. Pero con el humor no alcanza. ¿Alguien en su sano juicio respetaría a una persona que luche por la vuelta de la esclavitud? ¿Alguien caminaría por la senda de la consideración con alguien que cree que tiene el derecho a convertir en jabón a otra persona?

La única diferencia entre estas barbaridades y la que se legitimó anoche es que estos temas están saldados y las sociedades han recorrido un proceso madurativo en el que pueden reconocer de manera unánime que la humanidad se equivocó y que cambiar es la única forma de seguir adelante.

Por eso, muchas de nosotras nos levantamos hoy con la certeza de que más temprano que tarde está ley saldrá. Y no va a ser, como no lo fue nunca, conversando con aquellos que quieren oprimir nuestra libertad, nuestro deseo, nuestra dignidad y, en definitiva, nuestros derechos humanos básicos. Preguntenle a alguna de las feministas que encabezaron esta lucha si pidieron permiso para revolucionar el estatus quo. Pregúntenles si para tomar como bandera esta crisis de representatividad dijeron: “¿puedo?, ¿me dejan?”. 

Todas nosotras: las pioneras, las jóvenes, las que nos fuimos sumando, somos sujetos políticos, vamos por todo y no le pedimos permiso a nadie. Y como ya se habrán dado cuenta, la lucha no se trata sólo de un amparo del Estado hacia esas mujeres que no tienen nada, a las pobres invisivilizadas a las que se les niega el acceso a la salud, a las que tienen embarazos inviables, a las niñas que fueron violadas por un familiar o a las putitas insaciables a las que se le pinchó el preservativo de tanto hacer el amor.

La separación de la Iglesia del Estado está en gateras y después de eso, ¿quién sabe?

Tenemos mucho con que soñar.