Helenio Herrera, un trotamundos que estuvo cerca de encontrarle la manija a la pelota, fue el inventor del célebre catenaccio (cerrojo, en italiano), una innovación táctica que condenó al calcio a una miserable obstinación defensiva de la que aún hoy, cincuenta años más tarde, le cuesta sobreponerse. Sin embargo, su creación más revolucionaria fue colocar la figura del director técnico en el centro del escenario, protagonismo que supo alimentar con un artesanal dispositivo de marketing. Ególatra, bocón, despectivo con los rivales, Helenio le daba pasto a la prensa y era, por tal motivo, el hombre más buscado, que opacaba con su verba entre rigurosamente técnica y chanta a las estrellas de pantalones cortos.
Fiel a su construcción actoral, elaboró un arsenal de frases explosivas, que mechaba con sus postulados teóricos acerca del fútbol. “Pelé es un violín; Di Stéfano, la orquesta entera”; “Este partido lo ganamos sin bajar del autobús”; “El jugador del siglo XXI será como Maradona: bajito pero muy atlético, con esa magia que también tienen las computadoras”; “Muchos me creen omnipotente porque dicen que conozco todo; eso no es verdad, jamás conocí el fracaso”. Un adelantado también en el arte de calentar partidos, una vez, cuando conducía el Barcelona, le preguntaron por la figura del Real Madrid, club al que debía enfrentar ese fin de semana. “¿Quién marcará a Juanito?”, quiso saber el periodista. “Juanito se marca solo”, fue la respuesta sucinta. El delantero madridista convirtió un gol y corrió a desahogarse en las narices de Helenio, pero el Barça se quedó con el clásico y Herrera con un brillo de sarcasmo en su sonrisa.
También acuñó fama de dictador, aunque él decía que era sólo rigor profesional (se arrogaba el copyright de las concentraciones), y pasó a la historia con el apelativo de Mago. Su epígono más saliente es quizá José Mourinho, otro cultor del triunfo como posibilidad única (monoteísmo al fin), quien también pasó exitosamente por el Inter, donde HH alcanzó la gloria y el pedestal.
Al igual que San Martín, Fangio y Dios, Helenio Herrera era argentino. Nació en Buenos Aires en 1910 –solía cambiar la fecha por 1916–, en una familia de inmigrantes andaluces que, rápidamente, luego de la escala porteña, puso proa hacia Marruecos. En el país africano, el pequeño Helenio descubrió su vocación futbolera, pero al parecer no le sobraban virtudes. A los 25 años, luego de una campaña modesta en Francia, colgó los botines y se calzó el saco, que le cuadraba mejor. Pasó de Francia a España y allí, en el Atlético de Madrid, empezó a darle forma a su estilo. Luego de ganar dos ligas consecutivas (1950 y 1951), su nombre comenzó a rebotar en los vestuarios del mundo. Bajo su mando, el Atlético mostró una aguerrida y organizada defensa, una preparación física superior a la media y un uso quirúrgico del contragolpe. De hecho, el goleo de los madrileños no se correspondía con el de esos equipos que se cuelgan del travesaño. Para obtener el primer título, el once de HH marcó 87 goles en 30 partidos. Nada mal. Aquello era apenas el embrión del cerrojo.
La ruta ganadora en España, donde condujo varios equipos, continuó en el Barcelona, institución con la que también se consagró dos veces campeón de la liga, consiguió un Copa de España y una Copa de Ferias, antecedente lejano de la UEFA Europa League. Su salida, sin embargo, se precipitó debido a los roces con la estrella de origen húngaro Ladislao Kubala. En 1960, de la mano del presidente Angelo Moratti, propietario del club desde poco antes, hizo pie en el Inter, donde escalaría a las alturas de ídolo y desarrollaría más cabalmente su manual de táctica, disciplina y adoración del triunfo. A su vez, se consolidó –tenía que ser en Italia– su labia picaresca. Se dice que cobraba 100 mil dólares mensuales (Herrera se jactaba de ser muy caro aunque nunca detalló sus ingresos) por introducir la mística del catenaccio. Diseño basado en la invención del líbero (Picchi, un delegado del DT en el campo de juego), que se situaba detrás de la línea de cuatro (Burgnich, Tagnin, Guarneri y el legendario Giacinto Facchetti). Y andá a meterles un gol. Claro que los esporádicos ataques, en los que participaba alguno de los laterales, hacían daño. Mazzola era el hombre más dotado en esas tierras apenas exploradas.
La era de La Grande Inter, que así se bautizó a este escuadrón indestructible, incluye tres ligas, dos Copas de Europa (la Champions de entonces) y dos Intercontinentales, una de ellas, en 1964, ante el exuberante Real Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento. Casi un espejo invertido, al que le clavó un 3-1 categórico en Viena.
La lenta decadencia llevó a Herrera a la Roma, luego de regreso fugaz a Inter y finalmente al Rimini (pueblo natal de Federico Fellini) y de nuevo a Barcelona. Allí, veterano, plantó bandera en los albores de los ochenta. Hace pocos meses fue elegido como el mejor entrenador de la historia de la liga española por el Centro de Investigación, Historia y Estadística del Fútbol Español (CIHEFE). Por los criterios científicos que avalan tan opinable decisión, Helenio Herrera habría estado más halagado que por las lisonjas de la tribuna. Pero jamás se enteró del reconocimiento: murió en Venecia, en 1997.