En 1978 un popular cantante y compositor austríaco llamado Udo Jürgens se reunió con los jugadores de la selección alemana de fútbol -que se preparaban para viajar a la Argentina a disputar el Mundial- y con argumentos que se desconocen, los convenció para que formaran un coro y lo acompañaran a un estudio a participar de la grabación de una obra musical de, en ese momento, su más reciente inspiración. El disco Long Play, fruto del oportunismo y el presunto olfato comercial del músico, se tituló Buenos días, Argentina –así en castellano- y estuvo integrado por una serie de lamentables y elementales canciones que pretendían infundir ánimo, optimismo y espíritu patriótico al pueblo alemán ante la inminencia del Mundial, la justa deportiva sin igual.
Para tener una idea aproximada del “sonido” de aquel disco que pergeño Udo Jürgens, se lo podría emparentar con ese insoportable estilo de melodía berreta característico de las cortinas musicales de los programas de Carlitos Balá o Rafaella Carrá, que hacían furor en aquella época, pero sumando el agravante de las frases cantadas en grotesco castellano por los perseverantes y desafinados jugadores alemanes.
El arquero Sepp Maier, Rainer Bonhof, un joven Karl-Heinz Rummenigge, Berti Vogts y hasta el entrenador Helmut Schoen participaron del despropósito. Pero no se la llevaron de arriba. Hubo, más tarde en el Mundial, una especie de justicia poética para todos ellos. Orfeo, el mitológico dios griego de la música, sin dudas los castigó. Alemania quedó eliminada en la segunda fase al caer inesperadamente por 3 a 2 ante Austria, la tierra natal del bizarro Udo Jürgens. El destino suele sorprendernos con irónicas simetrías, decía Jorge Luis Borges.