“Perdimos, pero nos divertimos”. La delantera formada por Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla es la más importante de la historia de Independiente y una de las mejores del fútbol argentino. Hacían goles de a cuatro, cinco o seis por partido y se movían como una maquinaria perfecta. Tenía todo: habilidad, potencia, fortaleza, talento y personalidad. Sin embargo, hay quienes dicen que el secreto de su éxito se basaba, antes que nada, en esa filosofía: “Perdimos, pero nos divertimos”. Primero querían jugar un rato entre amigos y así llegaba más fácil la victoria. Así de simple.
Hace pocos días, fue el centésimo aniversario del nacimiento de Arsenio Erico, el máximo goleador de la historia del fútbol argentino y el más grande fútbolista paraguayo de todos los tiempos. Fechas como esta sirven como excusa para traer al recuerdo a las glorias del pasado.
No es que sea necesario recurrir a un pretexto para hablar de uno de los hombres que hicieron grande a nuestro juego, sino porque a veces es más fácil rememorar con la ayuda de un disparador. Estos días se ha hablado de la cantidad de goles que marcó, de su campaña con el Rojo, de su sociedad con Sastre y De la Mata y de lo cerca que estuvo de jugar para la Selección Argentina. Todo eso sirve para conocer a un personaje, pero más sirven sus palabras. Por eso decidimos rescatar su pensamiento y lo que algunos otros pensaban de él. Para
contextualizar un poco mejor aquello de “perdimos, pero nos divertimos”.
En una extrevista rescatada por el diario paraguayo ABC Color, Erico habla sobre su singular relación con el fútbol: “Ah, el fútbol y nada más que el fútbol, deporte que me apasionaba, me absorbía por completo. Además, minuto que me sobraba, era minuto para practicar con la
pelota. Vivía prácticamente jugando, ensayando, practicando. Nunca me cansaba de entrenar. Era una especie de enfermo del fútbol, por decirlo así. No existía otra cosa que me gustara más”. Así vivía el juego en su juventud, sin embargo al mismo tiempo expresaba su disgusto por todo lo que es accesorio a lo que sucede dentro de la cancha: “Más que hablar de fútbol, prefiero jugarlo. No solo ahora no me gusta hablar de fútbol, sino siempre. En la historia de toda mi carrera —ya sea con mis compañeros— jamás hablaba de fútbol. De cualquier cosa menos de pelota. Ni siquiera con mi mujer lo hago, a pesar de que ella es hincha fanática de Independiente. Yo siempre le digo a quienes vienen a visitarme: ‘Entren, pero ya saben: nada de hablar de fútbol”.
Erico falleció en 1977, cuando el fútbol ya estaba convertiéndose en una mercancía: “No quiero caer en eso de que todo tiempo pasado fue mejor. Al menos a mí me parece que fue más brillante. En la vida hay cosas buenas y malas que no se pueden explicar así nomás. Por ejemplo, tengo docenas de anécdotas sobre la responsabilidad que significaba en mis tiempos jugar al fútbol. No vivíamos vigilados ni concentrados rigurosamente. Había indisciplinados, igual que siempre, pero de lo que no se dice nada es de los centenares de jugadores que, ganando mucho menos dinero que hoy, nos cuidábamos más sin necesidad de ser encerrados. Yo nunca salí de Merlo, no teníamos como ahora dos automóviles por cada jugador. Viajaba en colectivo hasta Avellaneda y volvía y me encerraba solo a esperar el partido, y nos entrenábamos los martes y jueves, nada más. En la actualidad se entrenan como atletas no como futbolistas. Corren y corren. ¿Están mejor físicamente? ¡No! Si al fútbol no se juega físicamente, se juega corriendo, pero corriendo no se juega… El que juega quiere jugar y nada más. El fundamento del fútbol, lo principal, es el dominio de la pelota, y con ese dominio, la presencia del gambeteador que limpia la cancha. Ahora dicen que gambetear es un defecto”.
Arsenio era un bicho raro entre los futbolistas de la década del cuarenta. Le gustaba leer y había sido un buen alumno en el prestigioso Colegio Nacional de Asunción. Sus favoritas eran las novelas policiales y La bestia debe morir, de Nicholas Blake, era uno de sus libros de cabecera. En Buenos Aires, se juntaba con paraguayos exiliados, entre los que se destacaba el escritor Augusto Roa Bastos, ni más ni menos. “Una vez, le conté a Roa Bastos que yo había conocido a Armando Bo, cuando era jugador de básquet en Boca Juniors, antes de que fuera actor, y yo jugaba en Independiente. A Armando también le gustaba el fútbol y venía a verme jugar. En cambio, a Roa no le agrada este deporte. Él es, lo que se dice, un verdadero intelectual. Sin embargo, su sencillez, humildad y camaradería lo hacen muy agradable”.
También era muy amigo de José Asunción Flores, un reconocido compositor guaraní y militante del partido comunista. “Asunción Flores era vecino mío, vivía en Ramos Mejía, y yo en Castelar. Solía armar unos impresionantes encuentros musicales en su casa, asado de por medio. Allí se daban cita la mayoría de los paraguayos que vivían en el exilio. No era mi caso, puesto que no soy un exiliado político. En una de esas fiestas, de aquellos encuentros musicales, conocí a otro paraguayo famoso, el poeta Elvio Romero, que también fue y es todavía mi amigo. En aquel tiempo, los paraguayos éramos muy unidos, fuéramos del bando político que fuéramos. Fiesta que había, allí estaban. Y yo, a veces, participaba con ellos. Cuando tenía que hacer algunos trámites en el centro, caía por el Café Berna, lugar de reunión de estos amigos, e invariablemente los encontraba en plena reunión ‘conspirativa’. Los que siempre estaban, después de las cuatro o cinco de la tarde, eran Roa Bastos, Elvio Romero, Asunción Flores, Francisco Alvarenga y Édgar Valdez; este último, una especie de escritor o crítico literario, me parece. Se ponían contentos de verme y si hablaban de política, enseguida cambiaban de tema para que yo no me sintiera incómodo. Ellos sabían que mi fuerte no es la política y que no milito en ninguna fracción o partido. Entonces hablábamos de bueyes perdidos, como se dice, y al volverme para mi casa, Asunción Flores me acompañaba a tomar el tren en Once y veníamos juntos”.
Cuando hablaba de Asunción Flores, el sentimiento de amistad se mezclaba con el de admiración: “Es un hombre extraordinario, justo y honesto a carta cabal. Solidario y servicial. Siempre está atento para hacer el bien. La dulzura, la intransigencia, la lealtad, todo en él es excesivo. Nunca me voy a olvidar cuando el día de mi cumpleaños, un 30 de marzo, me trajo una serenata con un grupo de músicos amigos. Tiene esa bella costumbre. Mi esposa, Aurelia Blanco, le guarda mucho aprecio a Flores. A veces, sabiendo que le gusta con locura el mate cocido quemado y el so’o josopy, se lo prepara especialmente. Y él se pone feliz como un niño, o un perro con dos colas. En realidad, es un niño grande. Le gusta comer y nunca se sacia; gordo, comilón y mujeriego como él solo. Y Flores se muere de gusto. Con estas cosas simples somos muy felices. No necesitamos más. La felicidad está a veces muy cerca de nosotros, al alcance de la mano. Depende de saber descubrirla y disfrutarla”.
Muchos han elogiado a Arsenio Erico. Hinchas, compañeros, rivales, entrenadores, dirigentes. Todos. Pero hay un elogio que vale la pena destacar. El de Alfredo Di Stéfano: “Mi ídolo de pibe fue el máximo goleador del fútbol argentino, Arsenio Erico. Porque era un artista del gol, un acróbata, un bailarín del área, un genio para jugar balones aéreos con la cabeza o con los tacos y, sobre todo, porque metía goles. Yo sólo fui un imitador de Erico”.