Fue, tal vez, la mejor selección de todas las que vi. Y, seguro, la mejor de las que integré. Sí, hablo de aquel equipo que viajó a Inglaterra, en 1966, el mismo que casi gana todo con nada, del que jamás podrá entenderse cómo fue que jugó partidos tan notables, con tanta dignidad, en medio del caos que era el fútbol argentino de la época.
Quizá pueda entenderse con una respuesta: era un plantel de hombres, con individualidades terribles; si no, el Mundial habría sido un fracaso absoluto, total. Sé que ahora suena extraño, pero jugar en la Selección en aquellos tiempos significaba perder prestigio. Era tal el desprestigio de jugar en la Selección que nosotros cobrábamos más dinero por quedar eliminados en la primera rueda que por salir campeones. Sí, esa era la forma de resarcirnos, porque muchos éramos figuras en nuestros equipos y nos querían contratar de todos lados. Pero si íbamos a la Selección… Por eso, muchos se negaban, no aceptaban las convocatorias. Y qué querés, si muchas veces nos llamaban para jugar un amistoso y nos teníamos que presentar directamente en el aeropuerto: así íbamos a jugar, sin un solo entrenamiento.
Mi primera convocatoria fue en el ’60, cuando todavía estaba en Atlanta: jugué contra Paraguay. Pero después del Mundial de Inglaterra no volvieron a llamarme, a pesar de que llegué a mi techo futbolístico en el ’70. Una pena, porque por más cosas que hayan pasado, nada se compara con ponerse la camiseta celeste y blanca: es el sueño de todo chico que alguna vez pateó una pelota.
Para el ’66, nosotros habíamos ganado las eliminatorias muy tranquilos. Curiosamente tranquilos, diría. Tuvimos que jugar contra Paraguay y contra Bolivia, y hasta ganamos en la altura de La Paz.
Lo que ocurrió fue que, en aquel momento, se había hecho un gran trabajo con Osvaldo Zubeldía. Una isla, diría. Durante meses y meses, nos concentrábamos en el Colegio Ward, de lunes a sábado. Pero cuando faltaban sesenta días para el comienzo del Mundial, y harto de que los dirigentes no nos dejaran trabajar tranquilos, que le metieran palos en la rueda, Zubeldía decidió renunciar. Asumió un nuevo cuerpo técnico y de los treinta jugadores que estábamos en el plantel quedamos sólo siete u ocho. Así tiraron por la borda todo el sacrificio que durante tanto tiempo se había hecho, una preparación inédita para el fútbol argentino.
Zubeldía tenía todo planificado, ¡hasta había profesores de inglés a nuestra disposición! Y de golpe, en medio de una gran desorganización y con Lorenzo a la cabeza, partimos hacia Europa, a jugar la gira más desastrosa de toda mi carrera.
Lorenzo estaba totalmente confundido, era envidioso y había engañado a la gente durante muchos años, haciéndole creer que sabía de fútbol. Una vez, en esa gira, nos llevó a jugar un amistoso a 125 kilómetros de la concentración, porque decía que había espías de nuestros próximos rivales. ¿Quién nos iba a espiar si a nosotros no nos conocía ni el loro? Encima, llegamos y no teníamos ni ropa para jugar.
Los partidos que organizaba eran increíbles, por lo ridículos. Jugamos contra oficinistas, bomberos, estudiantes. Hoy se nos reirían todos en la cara. Un día, nos llevó a conocer la fábrica de Cinzano; a la mañana siguiente, nos despertamos con bocinazos y gritos, y cuando nos asomamos a las ventanas, vimos que eran los empleados de la fábrica, con bolsos: a nuestras espaldas, Lorenzo había organizado un amistoso… contra ellos. Les habían dado asueto para que jugaran contra nosotros, como si se tratara de un picado de barrio. No sé si a Lorenzo le habrían pagado por aquello, pero así estaban las cosas. Otra vez, en un partido que jugamos contra unos bomberos, se subió a una torre que había al costado de la cancha y desde ahí nos gritaba las órdenes, en italiano. Quería que los periodistas lo miraran, lástima que había poquitos. Con esas actitudes, Lorenzo nos hacía perder la dignidad. Y con la nuestra, se escapaba también la de la Selección.
Me acuerdo que nos daba instrucciones anotadas en papelitos que nos metía en el bolsillo de los pantalones cortos. Y después, en el medio del partido, nos gritaba: “¡Lea la instrucción, léala!”. ¿Quién carajo se iba a parar delante del arco a leer un papel? Una locura total, como todo lo que hacía. Al Loco Gatti, por ejemplo, lo hacía jugar de 9 en los amistosos… ¡y era el arquero suplente!
En esas condiciones marchábamos hacia el Mundial, parando en hoteles contratados tres meses antes desde la Argentina, sin conocerlos, y que cuando llegábamos para instalarnos no tenían ni una estrella. Encima, los periodistas escribían cualquier cosa: que estábamos de joda, que no nos entrenábamos, que salíamos con mujeres… Una vez, en Suiza, fuimos a practicar a una playa desierta que quedaba en la loma de los tres chorizos. Ahí había dos mujeres, sólo dos, tomando sol en bikini, que en aquellos tiempos todavía no se usaba en la Argentina… ¡Para qué! Los fotógrafos esperaron el momento justo, que pasáramos cerca y… ¡click! Las mandaron para Bue-nos Aires y salieron en la tapa de los diarios. Nuestras familias nos mandaron los diarios y nosotros los queríamos matar, ¡tuvimos cada agarrada!
La cuestión era que íbamos de cabeza al fracaso y todos éramos un poco cómplices por no denunciar aquella farsa. Sólo una vez Rattin, harto, lo puso contra la pared, para fajarlo. Es que a la mañana formaba un equipo y a la noche otro, nadie entendía nada. Faltaban quince días para que empezara el Mundial y ni siquiera estaba designado el plantel. Éramos 26 jugadores, debíamos quedar 22 y lo único claro era la incertidumbre. Llevábamos más de cuarenta días en Europa y no teníamos ni idea de quién iba a jugar la Copa del Mundo. Estoy convencido, todavía hoy: si en ese momento nos marcaban los pasajes para la Argentina en lugar de para Inglaterra, nos volvíamos todos felices.
Pero apareció don Valentín Suárez, que era el dirigente más fuerte del fútbol, y todo cambió. Le anotó en un papel quién quedaba, quién volvía y cuál era el equipo titular. Además, claro, después daba la táctica para cada partido. Don Valentín fue el verdadero técnico de aquel equipo y no Lorenzo; con él hubiéramos hecho un papelón peor que el de Suecia.
La mayoría de los que integrábamos el plantel teníamos una gran relación entre nosotros y eso nos servía para unirnos mucho más. Estábamos acostumbrados a la desorganización de tanto luchar contra ella. ¿Cómo no iba a ser así si entre Mundial y Mundial, en apenas cuatro años, nos habían cambiado seis veces de técnico?
A los rivales que teníamos que enfrentar no los habíamos visto jugar nunca. Sabíamos lo que leíamos de ellos en los diarios. Nada más. Para nosotros eran todos unos fenómenos. Ellos eran aviones y nosotros carretas, ellos andaban de saco y corbata y nosotros no teníamos ni ropa para entrenarnos. Ellos eran todos Pelé en aquel momento.
Pero una vez que salimos a la cancha nos dimos cuenta de que no era tan así. Muchos decían que eran más fuertes físicamente, pero nadie nos pasó por encima. Y futbolísticamente éramos superiores a la mayoría. Lo que nos faltaba era roce internacional: yo estuve nueve años en la selección y jugué sólo veinticuatro partidos; hoy, hay pibes que, con dos años en el equipo ya tienen más partidos que yo, y encima contra las potencias mundiales.
Nosotros no teníamos ninguna estrategia porque ni sabíamos qué hacían los rivales. En aquel momento jugábamos con cuatro en el fondo y dos delanteros. En el fútbol, como hoy, ya estaba todo inventado: se juega con once jugadores y una pelota.
A España, en el arranque, la respetamos un poco por todo lo que se hablaba de ellos y porque era el debut en el Mundial, pero una vez que empezó a rodar la pelotita vimos que eran iguales a nosotros y les ganamos muy bien. Con Alemania, después, empatamos tranquilos y contra Suiza, que supuestamente era el rival más fácil, se nos complicó un poquito, pero igual les ganamos.
Nosotros, ahí, podríamos haber especulado para cruzarnos con Portugal, pero, la verdad, queríamos ganarle a Inglaterra. En aquel momento, los portugueses tenían a Eusebio y a otros buenos jugadores, pero eran más accesibles que los ingleses. Y el encuentro que queríamos al fin se dio.
Inglaterra no fue más que nosotros en aquel partido; no nos pasó por encima, ni nos cagó a pelotazos, ni nada. Simplemente, nos ganó. En una de esas, si el árbitro alemán Kreitlen no lo hubiera expulsado a Rattin, podríamos haber ganado, porque ellos no fueron superiores ni siquiera con uno más. Pero lo cierto es que, después, se hizo una novela con aquella expulsión y la verdad es que el tipo nos tendría que haber echado a la mayoría, porque lo reputeamos en todos los idiomas. Y también se creó un mito con aquello de la alfombra, cuando lo cierto es que Rattin se sentó ahí porque en el banco no había más lugar y la famosa alfombra terminaba justito al lado del último de los suplentes. Fue simplemente por eso. No se trató de faltarles el respeto a los ingleses, ¡ni idea teníamos nosotros de las leyes y las costumbres de ellos! Después, sí, cuando lo echaron de la alfombra y se iba para el vestuario, pasó al lado del banderín y estrujó la banderita inglesa. Y se armó toda la novela, alimentada no sólo por los argentinos sino también por los ingleses, que todos los años lo invitaban a Rattin a viajar allá.
Lo que pasa es que después se agranda todo y, como siempre, en aquel momento se quiso usar el fútbol para tapar las miserias del país: cuando nos fuimos para el Mundial había un gobierno democrático y cuando volvimos estaban los militares; entonces, nos querían hacer quedar como los campeones morales, y yo nunca me sentí campeón moral de nada. En el fútbol se gana o se pierde, y listo. Hay cosas mucho más importantes que un partido.
Me acuerdo que, cuando volvimos, nos recibió una multitud. Desde Ezeiza hasta la Quinta Presidencial de Olivos, hasta allá nos llevaron, nos siguió una caravana increíble. La verdad era que los milicos nos querían hacer quedar como campeones morales para anotarse un poroto ellos. Y la verdad, también, fue que si no hubiésemos tenido la actuación que tuvimos, nos metían a todos en cana.
Por eso digo que aquella fue una de las mejores selecciones argentinas de todos los tiempos. Tenía jugadores extraordinarios, como Silvio Marzolini, Roberto Perfumo, Ermindo Onega, Alberto González. Y, sobre todo, unos huevos enormes para enfrentar todo, hasta a los enemigos de adentro.
Con el tiempo, uno lo va recordando mejor y dándole más valor. En el momento, cuando sos jugador, te pasan tantas cosas que ni cuenta te das. Ni cuenta. Ahora, con el tiempo, sólo puedo decir que el fútbol me dio in-finidad de cosas más importantes que meter un gol o ganar un partido. Cuando yo era chico y apoyaba la cabeza en la almohada soñaba con ser un Rubén Bravo, un Oreste Omar Corbatta. Después, empecé a soñar con jugar en el club del que era hincha y, enseguida, a jugar con el ídolo, con el equipo grande, y así, quemando etapas, hasta que llegara el momento de la Selección. Yo tuve la suerte de vivir todas esas cosas. Y la satisfacción más grande, seguro, fue representar a mi país en el Mundial.
La satisfacción más grande, pese a todo.
*Testimonio obtenido por Daniel Arcucci en el libro La Argentina en los Mundiales de Editorial El Ateneo (2002)