PRIMERA ENTREGA: Capítulos 1 y 2
SEGUNDA ENTREGA: Capítulos 3 y 4
TERCERA ENTREGA: Capítulos 5 y 6
CUARTA ENTREGA: Capítulos 7 y 8
QUINTA ENTREGA: Capítulos 9 y 10
CAPÍTULO 11
El Papa Francisco reaparecía en escena después de dos semanas de aislamiento. Mucho se había especulado en el Vatican News y en L’Osservatore Romano sobre las razones por las que el Papa estaba recluido. Una cosa era cancelar las audiencias públicas para protegerlo del Ubik 20 y otra muy diferente era que se supiera poco y nada de él por tanto tiempo. Algunas fuentes del Vaticano comentaron que se había mudado durante esos días a la residencia de Joseph Aloisius Ratzinger, quien hasta hacía algunos años había sido conocido por el mundo bajo el nombre de Benedicto XVI, más exactamente hasta el 11 de febrero de 2013, cuando a los 84 años sorprendió al mundo al presentar la renuncia al cargo, según dijo, “por falta de fuerzas”.
Hacía ya siete años que la humanidad había escuchado azorada cómo Benedicto XVI daba el paso al costado que desde hacía 605 años no se daba. El último Papa en abdicar al trono había sido Gregorio XII, en 1415. Antes se habían dado otros casos, pero más por razones de política interna. La lista no era demasiado larga: Ponciano en el año 235, Marcelino en el 308, Liberio en el 366, Juan XVIII en 1009, Benedicto IX en 1045 (aunque regresó dos años después), Gregorio VI en 1046, Celestino V en 1294, hasta llegar a Gregorio XII. Sólo ocho papas habían renunciado en más de dos mil años. Y por eso Benedicto rompía un molde que parecía de acero al decir en latín: “He llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, no se adecuan al ejercicio del ministerio petrino. Con total libertad declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma y a ser el sucesor de Pedro.”
Luego del rito del cónclave, lo reemplazó el argentino Jorge Mario Bergoglio, que en ese momento tenía 76 años y que había sido el favorito en la elección anterior, en la que finalmente se impuso Ratzinger. Aquel 11 de febrero de 2013, a las 8 de la noche, Benedicto XVI abandonó Ciudad del Vaticano para instalarse primero en la quinta papal conocida como Castel Gandolfo y luego en el Monasterio Mater Ecclesiae, ubicado dentro de los muros del Vaticano. La mudanza definitiva la hizo justamente el 2 de mayo, el mismo día en que Bergoglio se trasformaba en el Papa Francisco.
El asunto es que Ratzinger, más allá de las diferencias ideológicas que mantenía y mantiene con Bergoglio, se convirtió en fuente de consulta permanente de Francisco desde su rol de Papa Emérito. Muchas veces se habían encontrado para hablar. Y la declaración de la pandemia era una buena oportunidad para que el Papa Emérito y el Papa en ejercicio se reunieran para establecer estrategias e incluso para orar por el destino del mundo. Esas dos semanas de ausencia de Francisco no fueron explicadas ni siquiera cuando, ante la sorpresa de la feligresía, Francisco reapareció y tomó la decisión de dar la bendición Urbi et Orbi el sábado 28 de marzo ante una Plaza de San Pedro desierta.
El Papa, desde una plataforma situada en medio de la plaza y bajo una intensa lluvia, dijo sin rodeos que el mundo se hallaba ante una “tormenta inesperada y furiosa”.
–Ante esta peste que nos asola, nos hemos dado cuenta finalmente de que estamos en la misma barca: frágiles y desorientados, pero al mismo tiempo importantes y necesarios. Fuimos llamados a remar juntos y necesitamos confortarnos mutuamente. En esta barca estamos todos –dijo Francisco ante decenas de millones de fieles que lo seguían desde la televisión, la radio y las redes sociales.
Y siguió:
–Un vacío desolador que paraliza todo a su paso les ha llegado a los seres humanos para hacerles comprender que no pueden seguir cada uno por su cuenta y que nadie se salva solo.
La ceremonia era conmovedora, especialmente porque el cielo había tomado un color azul brillante que resaltaba los lentos movimientos del Papa bajo la lluvia y componía una sinfonía fantástica para que sus palabras retumbaran en los oídos de los que lo veían y escuchaban:
–¿Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino responsabilidad? ¿Cuántos padres, madres, abuelos, abuelas y docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos? ¿Cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración? –dijo.
Pero de pronto, algo cambió en la mirada del Papa y su voz se hizo más dulce de lo habitual. El tono cadencioso con el que habitualmente hablaba se transformó y se hizo un tanto más acelerado:
–Ningún ser humano puede ser jamás incompatible con la vida, ni por su edad, ni por su salud, ni por la calidad de su existencia. No debemos elegir entre quién vive y quién muere. ¡Yes to Life! –casi gritó en inglés, algo que no le era habitual, ya que su discurso se desarrollaba en italiano. –¡Sí a la vida! –repitió en español. Y volvió al italiano– El cuidado del precioso don de la vida es lo que más nos tiene que tener atentos. El Ubik 20 nos ha dejado esa lección. Sabemos que en el mundo se trabaja cada día para acoger al niño recién nacido en extrema fragilidad. Son niños que la cultura descarta y define como incompatibles con la vida. ¡Claro que esos niños nos preocupan! Pero además debemos prestarles atención a las madres de esos niños, a las parturientas, que también son consideradas por la sociedad capitalista como incompatibles con la vida y no se las tiene en cuenta, no se las escucha, no se atienden sus deseos, no se presta atención a lo que ellas están sintiendo en el alma, en el corazón. Y si ese fuera todo el problema, los ajustes para solucionar las cosas serían mínimos. Pero no, ese silencio, esa opacidad a las que se las condena, genera que mueran por miles, por millones, en situaciones de completa desprotección durante la realización de abortos clandestinos y prácticas sin el menor cuidado que se aplica en la salud pública. Se dicen que protegemos a los niños, pero ¿qué pasa con esas madres, con esos seres alejados de los mínimos controles sanitarios necesarios para realizar operaciones en situaciones de absoluta vulnerabilidad que terminan con sus vidas y también con las de sus bebés? Y ocurre lo mismo con el Ubik 20; se dice que protegemos a los viejos, pero ¿qué pasa cuando hay que elegir entre un anciano y un joven para poner un respirador artificial? ¿Acaso Dios nos puso en este mundo para tomar estas decisiones?
Los cardenales, obispos y sacerdotes que seguían el discurso desde diferentes partes del mundo se inquietaron. ¿Hacia qué lugar iba el Papa? ¿Acaso estaba hablando a favor del aborto? ¿O era sólo un lapsus que sería corregido con las siguientes palabras?
El Papa siguió adelante con su prédica:
–Todo niño que se anuncia en el vientre de una mujer es un regalo que cambia la historia de una familia: de un padre y una madre, de abuelos y hermanos. Y este niño necesita ser bienvenido, amado y cuidado. ¡Siempre! ¿Pero qué ocurre si las cosas no son así, cuando el sueño de la casa amoblada, el papá y la mamá con trabajo y los ambientes confortables son en verdad una fantasía irrealizable? ¿Qué ocurre cuando un niño nace en la pobreza? ¿Qué le decimos a una madre que no quiere traer a un hijo al mundo para que sea víctima de privaciones? Y todas son privaciones impuestas por un capitalismo salvaje que lo único que hace es agrandar la brecha entre los más ricos y los más pobres. Porque si algo nos está demostrando esta pandemia es que las cosas no son como deberían ser, que hay otras cuestiones humanas escondidas que deben ser tratadas con urgencia. Mientras yo digo estas palabras, muere gente víctima del Ubik 20, pero también alguna mujer en algún continente es víctima de la mala praxis. Y esa mujer muy pronto estará muerta, como su hijo. Y miramos hacia otro lado, escudándonos en dogmas que tienen más de dos mil años y que nosotros nos hemos encargado de darles un contendido que probablemente no haya sido la intención que defendían sus autores. No me lo imagino a Jesús dejando morir a una mujer en manos de un doctor corrupto, sucio, miserable, alejado de la más mínima idea de humanidad, que elije llenarse los bolsillos de dinero mugriento poniendo en riesgo la vida de esa mujer desesperada. ¡Jesús siempre luchó contra los mercaderes y los fariseos! ¡Es hora de que nosotros también lo hagamos!
Ya no había dudas: Francisco estaba defendiendo la práctica del aborto y con sus palabras despedazaba el discurso que defendía la prohibición en centenares de Estados. A miles de kilómetros de allí, una legisladora argentina, que había conseguido su bancada provincial por convertirse en la abanderada de la defensa de las dos vidas, miraba la televisión apretando con fuerza un rosario de lapislázuli con la mano derecha. Su mundo, su pequeño y mezquino mundo, se desplomaba.
Pero el Santo Padre tampoco iba a tirar toda la casa por la ventana, y utilizó los siguientes párrafos de su discurso para contemplar la otra opción, la de aquellas mujeres que efectivamente querían seguir adelante con sus embarazos. Francisco siempre había sido un equilibrista eximio:
–Entre una madre y el hijo que lleva en el vientre se genera un diálogo maravilloso y que sólo ellos comprenden. Es una relación real e intensa entre dos seres que se comunican entre sí desde los primeros momentos de la concepción para favorecer la adaptación mutua, a medida que el niño crece y se desarrolla. Es una capacidad comunicativa que no solo proviene de la mujer sino también del feto, que desde su individualidad envía mensajes para revelar su presencia, sus señales y sus necesidades –dijo para dejar en claro que, puesto a elegir, él siempre optaría por sugerir que no se interrumpiera un embarazo.
Pero enseguida volvió a la carga. Fue como si hubiera hecho un saludo a la bandera. Una concesión pensada exclusivamente para dejar contentos a los propios. Lo que vino después ya no dejaría dudas sobre la postura de Francisco, la nueva postura de Francisco, ya que hasta este momento se había mostrado inflexible ante los pedidos de las organizaciones que le pedían a la Iglesia Católica cambiar su posición ante el aborto:
–Algunas veces oímos: “Ustedes los católicos no aceptan el aborto porque es un problema de fe. Y yo siempre dije que sí, que nuestra fe era capaz de superar aún los escollos más encumbrados. Pero ahora he cambiado mi enfoque: el aborto no es un asunto religioso. La fe no tiene nada que ver con esto. La interrupción voluntaria de un embarazo debe ser considerada una cuestión de salud pública porque es un flagelo que, si bien no se puede comparar con la pandemia que nos está desangrando, es otra pandemia silenciosa de la que nadie se quiere hacer cargo, más allá de las mujeres que valientemente salieron al mundo a mostrar sus pañuelos verdes y a afirmar que no quieren dejar a la intemperie al resto de sus compañeras. Todos estamos en la misma barca, dije al principio. Y es así: nadie se salva sólo del Ubik 20, ni de los abortos clandestinos, ni del ébola, ni del dengue, ni del sarampión, ni de cualquier otro flagelo. El aborto es un tema humano y como tal hay que abordarlo. Y debemos dejar de lado la secuencia de frases vacías que comparan a las mujeres que realizan un aborto con asesinas, y que tantas veces he escuchado pronunciar por aquellos que dicen defender la dos vidas pero después se regocijan cuando un delincuente o un ladrón muere por el gatillo fácil de la policía o por la inconciencia de civiles armados que se creen con el derecho a ejercer lo que ellos llaman justicia por mano propia. Por eso es el momento de dejar claro que no hay que invocar a la religión cuando se discuten asuntos de salud pública o de cuidado masivo de nuestra sociedad. No es lícito. Es como si desde la Iglesia nos pusiéramos a discutir la importancia de las vacunas por considerarlas intervenciones humanas que contradicen los designios del Señor. ¡Jamás!, ¡jamás!, ¡jamás! –dijo tres veces como para que quedara claro– la muerte de una mujer en un quirófano clandestino tiene relación alguna con la fe en Dios.
El Papa se arrodilló, besó el piso mojado, se hizo la señal de la cruz y caminó lentamente, en soledad, debajo de la lluvia, hacia la Capilla Sixtina. Su marcha era tranquila pero el corazón le latía a mil por hora. Sabía que había pateado un hormiguero y que las consecuencias de sus palabras cambiarían el devenir de un debate que ya era imposible de sostener en un mundo que cambiaba a velocidad supersónica. O la Iglesia se ponía por delante del problema o dejaría de existir al ser sobrepasada por el pragmatismo de los evangelistas y otras religiones menos ortodoxas. Antes de trasponer el portal, sintió un estertor de tos que trató de disimular. Su médico personal le había dicho que no debía excitarse, que no debía estresarse. Que si bien ya estaba curado del Ubik 20, sus frágiles pulmones de fumador le podían jugar alguna mala pasada.
CAPÍTULO 12
Ya eran casi las 11 de la noche. Con Matilde nos habíamos metido en la cama para ver una película. Desde que se había declarado la cuarentena no habíamos salido de la casa. La televisión repetía una y otra vez que los que estábamos más expuestos al Ubik 20 éramos los viejos, que la mortalidad entre los ancianos era del 80 por ciento, que de cada diez abuelos que caían en una clínica, sólo dos salían vivos. Habían conseguido aterrorizarnos. Marcela había protestado porque decía que exagerábamos, pero Matilde se había mostrado inflexible. Yo no estaba tan seguro de no salir ni para sentir un ratito el sol en la cara, pero Matilde era inconmovible. Así que lo único que me limitaba a hacer era a sentarme pegado a la ventana para disfrutar de los cálidos rayos que acariciaban la habitación entre las 11 y las 12.30. Era mi horita y media de placer, la que esperaba todos los días con ansiedad. Ni que hablar del mal humor que me agarraba si estaba nublado o llovía.
Cada tres días, Marcela venía a casa y nos traía alimentos. Nos tocaba el timbre, se subía al auto, esperaba que Matilde abriera la puerta de calle para sacar la comida de una canasta y una vez que la cerraba regresaba para llevársela. A ese punto de aislamiento había llegado Matilde. Sólo nos contactábamos con nuestra hija y nietos por video llamadas, porque Matilde había renunciado incluso a ver a los nietos, que era lo que más amaba en el mundo. La televisión también había hecho su trabajo en ese sentido: “Los niños no se contagian del Ubik 20 pero transmiten la enfermedad”, decían los periodistas una y otra vez.
De pronto sonó el timbre. Con Matilde nos miramos sin entender. ¿Quién podía tocar a las 11 de la noche en medio de la cuarentena? Me acerqué a la puerta cautelosamente y pregunté quién era.
–Ming Lyn –me respondieron del otro lado de la puerta.
–¿Ming? ¿Qué pasa? –pregunté alarmado.
–Nara, nara –dijo en su español complicado–. Su hija Marcela me dijo que usteres estaban con mucho miero de salir de la casa. Por eso les traje algo que les puede servir…
Matilde vino por detrás y me habló al oído: “No le abras”.
La miré con desagrado y le respondí en voz baja:
–No puedo no abrirle –la regañé.
–Entonces pedile que se aleje de la puerta. No la quiero cerca a esta china turra. Siempre nos trató mal en el supermercado…
Asentí aunque no estaba de acuerdo.
–Voy a abrir Ming, pero necesito que te alejes un metro y medio de la puerta. Matilde me dice…
–No tener problema, no tener problema –me interrumpió y vi a través del vidrio como retrocedía hasta el borde de la vereda.
Abrí. Ming tenía una caja de cartón en la mano.
–Traque algo que puere ayudarlos –dijo Ming desde el cordón y sin acercarse.
Matilde no fue agradable.
–Esperá que nos vayamos para atrás y dejalo en la puerta –le ordenó de mala manera.
Yo miré a mi esposa con enojo. Retrocedimos al mismo tiempo que Ming avanzaba y dejaba la caja en la puerta. Y sobre la caja depositó un rociador.
–Para que tiren a la caja antes de entrarla –dijo mientras señalaba el spray–. Es alcohol. Mata a bicho. Ahora me voy –y se dio la media vuelta para regresar al supermercado de la esquina de casa, que a esa hora permanecía cerrado.
Me acerqué a la caja, tomé el alcohol y lo rocié encima de la caja.
–Tirate también en las manos y al picaporte –dijo Matilde.
Yo tenía paciencia, pero estaba llegando a mi límite.
Entramos la caja y la puse sobre la mesa. La abrí. Adentro había dos barbijos N95, los que los médicos utilizaban para protegerse del Ubik 20 y que tanto promocionaban en los programas de televisión, y unas mascarillas de acrílico con vincha para proteger la nariz y los ojos.
–Rociá todo con alcohol antes de tocarlo. No confío en esa china. Por ahí nos está tirando el virus dentro de la casa –insistió Matilde.
–Pero basta, che. Aflojá un poco. Nos está regalando unos barbijos que valen más de tres lucas cada uno y estas mascarillas que no se consiguen en ninguna parte.
–Por algo nos trae estas cosas la china esta… –dijo Matilde otra vez mala forma.
–Tal vez lo hace porque es una buena persona –le dije.
–Nunca fue una buena persona –me retrucó Matilde.
–La gente cambia, mujer… La gente cambia.
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